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El trabajador, dejando a un lado los costales que rebosaban
hebras de heno, asomó la cabeza para mirar cómo subía el
carruaje hasta las rejas del castillo. Allí se detuvo: los amantes se
apearon y torcieron sus pasos rumbo a los corredores, mudos y desiertos. Un
hombre, cuidadosamente recatado, había subido al propio tiempo. Luego que
hubo llegado al sitio en donde quedaba el cupé vacío, bajó
el embozo de su capa e hizo una señal imperativa al cochero, que, viendo
el rostro del desconocido, se puso pálido como la cera. Bajó luego
del pescante, y, tras cortísimas palabras que mediaron entre ambos, se
quitó el carrick para que con él se ocultara el
recién llegado. Media hora después, los amantes salieron del
castillo; subieron al carruaje nuevamente, y Alicia, sacando su cabeza rubia por
la portezuela, dijo: ¡a casa! Las yeguas partieron a galope, pero...
¿a dónde iban? Torciendo el rumbo, el cochero encaminaba el
carruaje al abismo, como si en vez de bajar por la empinada rampa quisiera
precipitarse desde lo alto del cerro. Los amantes, que habían vuelto a
cerrar las persianas, nada veían. ¿A dónde iban? De pronto
las yeguas se detuvieron, como si alguna mano de gigante las hubiera agarrado
por los cascos. Relinchando miraban al abismo que se abría a sus plantas.
Las persianas del cupé seguían cerradas. El cochero, de pie en el
pescante, azotó las yeguas; el coche se columpió un momento en el
vacío y fue a estrellarse, hecho pedazos, en la tierra. No se
escuchó ni un grito, ni una queja. A veinte varas de distancia, se
halló el cadáver del cochero. Era el marido de Alicia.
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