Una tarde de Abril, dos veleros entraban, favorecidos por blanda brisa, en la bahía de Arica. Uno, que llevaba en la popa el pabellón británico, era un navío de ochocientas toneladas, algo pesado pero sólidamente plantado sobre su casco. Adelantaba con la gravedad de un alderman, obedeciendo a la ola, pero sin perder nada de su fisonomía altanera, estirada y gruñona.
El otro era un bergantín-goleta, fino, coqueto, elegante, con blancas velas, palos lustrados y ensebados, puente lavado, cordajes alquitranados y brillantes, costados recién pintados, como si saliese del astillero. Maniobraba con gracia de pájaro, y no se sabía qué admirar más, si su buen aspecto ó su incomparable ligereza. Se deslizaba como una gaviota sobre las largas olas.
El sol se hundía en el mar, allá en el horizonte, enviando un postrer beso a las cumbres nevadas de la cordillera.
La noche se extendió bruscamente sobre la bahía a lo lejos se adivinaba Arica por las escasas luces que comenzaban a salpicar la obscuridad. Las montañas se pusieron sombrías, y en cada cúspide de las olas encendiéronse fulgores fosforescentes que parecían, con sus saltos, millares de fuegos fatuos. Hubiérase jurado que el cielo de los trópicos acababa de sacudir sobre el mar el polvo de oro de sus innumerables estrellas.
Los dos navíos trazaban su estela a través de aquel brasero. En la proa producíase un desbordamiento de maravillosas pedrerías. a veces un espumarajo saltaba, lleno de chispas, para ir a caer sobre el puente que iluminaba. Tras ellos, dejaban una inmensa cauda luminosa.
El inglés marchaba majestuosamente a su objeto. El Albatros, el francés, bajo la mano de su capitán, que se había puesto al timón, saltaba con la elegancia y la docilidad de un caballo de raza.
Como para burlarse de la pesadez del insular, se divertía en pasar, con impertinente precisión, bajo el mismo bauprés de su compañero de camino, y lo daba la vuelta, jugando. a veces, el capitán llegaba hasta lanzar su barco recto sobre el inglés, y en el momento psicológico, merced a un golpe de timón, lo ponía sobre la misina línea, a un cable de distancia, como si tratara de tomarlo al abordaje.
El Mary-Ann llegó al fondeadero, dejó caer sus anclas, y se quedó inmóvil. El Albatros rozó la popa del inglés, y se oyó a su capitán decir en alta voz:
-¡Atención, hijos! ¡exactitud y corrección! ¡Demostremos a estos english que sabemos el oficio tan bien como un comodoro!
Y el ligero barco avanzó entre el Mary-Ann y un vapor norteamericano, anclado a estribor. Y se oyó gritar:
-i Fondo!
Sonó un ruido de cadenas. El mar se entreabrió bajo el ancla que se hundió con estrépito, y cuando se cobraron las velas, las proas de los tres navíos estaban exactamente sobre la misma línea. Un hurra de admiración salió del americano.
Y precisamente en aquel momento, la luna que ascendía por el cielo, apareció detrás del pico más alto de los Andes, inundando con su melancólica luz la ciudad casi dormida, la bahía y los navíos que danzaban sobre olas de plata y oro.