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Mister Clarkson padre era un anciano alto, de larga barba blanca, que hizo a Bannalec la más calurosa de las acogidas, con las restricciones del caso, pues por parte de un marsellés el recibimiento hubiera podido pasar por glacial; pero cada uno según su temperamento... La señorita María Clarkson, niña de catorce años, encantadora como lo son las inglesas cuando se proponen serlo, fue presentada a Bannalec que le dijo con su acostumbrada brusquedad: -Miss Mary, voy a amaros como cuatro, y debíais esperarlo, primero porque sois hermana de William, después porque sois amable, y por último porque, si no fuerais rubia, os pareceríais, como se parecen dos perlas, a mi hermana Anita. -Me alegro mucho, señor -contestó la niña con una seriedad completamente inglesa, -de parecerme a la hermana de un hombre tan leal como vos. Y tendió su manita rosada, que se perdió en la amplia y tibia mano del joven marino. Aquellos quince días fueron un perpetuo encanto, y transcurrieron con tanta rapidez que los dos amigos creían haberse encontrado la víspera cuando ya fue necesario partir. En Rennes, donde vivía la madre del capitán del Albatros, la recepción fue más franca, es decir, más exteriorizada, pero no fue ni más ni menos cordial. Anita, desde el segundo día, llamó a William su grande amigo. Contólo leyendas bretonas, lo divirtió con su gracia infantil y su parloteo. Allí, como en Newcastle, los días huyeron a todo vuelo, y cuando se separaron, la señorita Bannalec fue a tender graciosamente la frente al amigo de su hermano, que feliz y confuso depositó en ella un beso. Y los viajes volvieron a empezar. Pero los dos amigos se prometieron no bajar a tierra una sola vez sin verse. Y cuando, por casualidad, sus navíos debían encontrarse en el mar, dábanse cita en algún puerto de arribada, donde, en medio de interminables festines, estrechaban inter pocula los lazos de su fraternal compañerismo. Tanto y tan bien que un buen día trataron de hacerse hermanos de veras, lo que no era muy difícil, pues miss Mary no conocía en el mundo gentleman tan seductor como monsieur Bannalec, y Anita no había encontrado nunca un joven tan completamente distinguido como mister William Clarkson. Hablando con franqueza, toda aquella gente se adoraba, y se convino, en presencia de los padres, que a la vuelta del viaje que Ives y William iban a emprender, se celebrarían las dos bodas. Bannalec regresaba al Perú, Clarkson, por su parte, iba a Nueva York, de donde se dirigiría al Cabo. Ambos marinos convinieron, después de hacer sus cálculos, que podrían estrecharse la mano siete meses más tarde en la isla de Santa Catalina, donde el primero que llegase aguardaría al otro, y que William se apresuraría a terminar su viaje para ir a casarse en Rennes.
V Así, pues, siete u ocho meses más tarde, el Mary-Ann, con tiempo fresco, corría bordadas a doscientas millas de la isla de Santa Catalina. Era el 25 de Diciembre. Como buen inglés, Clarkson se preparaba a festejar el Christmas, y su tripulación había recibido aviso de que, aquella misma tarde, habría distribución suplementaria de víveres y quíntuplo ración de gin. |
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