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Mas de un viejo lobo de mar siente aún hoy arder su sangre y saltarle el corazón, a la vista de un goddam, la mano le hace cosquillas, y de sus ojos brotan chispas cuando recuerda los combates que se trababan en otro tiempo en los puertos extranjeros, naturales campos de batalla de esos enemigos que se creían irreconciliables.

Las tripulaciones mercantes eran sobre todo las que se hacían pedazos a cada instante, tanto más cuanto que, en la mayoría de los casos, eran incitadas secretamente por sus oficiales.

Había que ver con qué ojos se medían estos últimos, cuando el azar de los negocios los ponía frente a frente en casa de algún consignatario ó proveedor...

Así, pues, al siguiente día de su llegada, cinco ó seis marineros del Albatros fueron atacados, sobre el misino maelle, por una decena de marineros del Mary-Ann, y recibieron una de las más venerables sobas de que se haya oído hablar en la costa del Pacífico, desde el mismo Pizarro.

Al saber este incidente, el capitán francés, el joven que hemos visto al timón de su navío, tascó el freno y aguardó.

El domingo siguiente, al alba, ya estaba sobre el puente de su buque, atento a lo que pasaba a bordo del inglés. a eso de las nueve, el bote grande del Mary-Ann embarcó diez hombres.

Volviéndose a su tripulación, el capitán dijo entonces:

-¡Hijos míos! hoy irá a la ciudad el turno grande. ¿Cuantos hombres tiene el turno grande?

-Nueve, capitán.

-Es suficiente. Os permito llevar los bastones. Y divertios.

Los marineros se embarcaron riendo. Mas de uno había tomado su cuchillo de gaviero.

El negocio fue arduo. Pero aquella vez los ingleses volvieron aplastados. Cinco fueron recogidos en el terreno: los demás no estaban mucho mejor...

Había sido un encuentro espantoso. Unos y otros, armados de palos, que más hubieran debido llamarse mazas que bastones, habían luchado sin retroceder durante más de una hora.

Uno de los hombres del Albatros, especie de gigante, había tomado, él solo, a dos ingleses por adversarios. Los echó a rodar, y una vez fuera de combate, fue para él juguete terminar la derrota de Albión.

William Clarkson, capitán del Mary-Ann, se puso verde de cólera cuando le llevaron los pedazos de su tripulación.

Así es que, al día siguiente, se arregló de modo que se encontrase con Ives Bannalec, amo, después de Dios, del Albatros.

-Señor -le dijo, -vuestros marineros han atacado traidoramente ayer...

-Perdonad -se apresuró a interrumpir Bannalec, -si traidores hay no lo son mis hombres; serán los que la semana pasada se pusieron cobardemente diez contra seis...

Una conversación iniciada en este tono, no podía dejar de acabarse con una ruptura de negociaciones.

De modo que, pocos minutos después, hubiera podido oírse que Ives Bannalec decía con el acento de la cortesía más perfecta:

-Un oficial de mi país, señor, considera un placer cualquier encuentro con los oficiales del vuestro.

-¿Es eso una provocación?

-Ya me parecía que tardabais demasiado en daros cuenta de ello.

-Sea, pues. Mañana a las siete os aguardaré con vuestros testigos en el muelle.

-Allí estaré. ¡Y cuidado! No será un combate naval, y las probabilidades están en mi favor.

 
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