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Los demás siguieron bebiendo sin interrupción. Ya no quedaba cerveza, ni oporto, ni champaña. El aguardiente era lo que circulaba, y se servía a vasos llenos, entre risotadas groseras.

Y se hacían apuestas insensatas y hazañas más locas todavía. Era un milagro que todo el mundo no estuviese ya borracho perdido.

Clarkson, que era el más determinado bebedor del puerto de Newcastle, se mantenía, y solo le quedaba el primer teniente como partner.

Pero la atmósfera de la cámara en que pasaba aquella orgía estaba tan espesa que sintieron necesidad de salir a tomar aire.

Subieron al puente. La noche estaba más negra que nunca. El viento cantaba en los cordajes su eólica canción. El Mary-Ann se quejaba sordamente, y de su casco salían gemidos...

El aire de la noche acarició suave la frente, del capitán, que permaneció un instante gozando de aquella frescura.

Pero de pronto, y sin que ningún ruido preliminar le hubiese anunciado la cercanía de un navío, oyóse una voz tonante que gritó:

-¡Vira en redondo! ¡Abajo todo!...

Pero la voz de mando no había termina de cuando se produjo un desgarramiento horrible.

Nada puede pintar aquel ruido. Figuraos el efecto de una potencia desconocida derribando un rincón de bosque, y os daréis una idea del crujido que se dejó oír. En la noche profunda, aquello era espantoso... Si las cosas pudieran lanzar alaridos, esta palabra sería la exacta para definir el grito de supremo dolor que lanzó el navío partido, cortado en dos, cuyos mástiles cayeron con estrépito.

Ante aquel siniestro estruendo, toda la tripulación del Mary-Ann se halló en un momento sobre el puente, salvo los que no podían tenerse en pie.

Los marineros corrieron a proa.

Oyéronse juramentos, blasfemias, llamamientos desesperados.

-¡Socorro! ¡Malditos ingleses!

Y una carcajada salió de una boca avinada.

-¡French ship! -dijo otro con tono burlón, ¡no es más que un buque francés!

-¡Avante, avante! -gritó William Clarkson, a quien no había quitado la borrachera aquella horrible aventura.

Y el Mary-Ann continuó su camino, sin detenerse un minuto para salvar a los infelices que se ahogaban.

 

 

VI

Al día siguiente de mañana, cuando asomó el alba, uno de los obenques del navío náufrago colgaba de la serviola de estribor. Al extremo de un ¡argo cable que arrastraba por el mar, veíase una tabla, uno de los espejos de popa, en la que estaba grabado este nombre en letras de oro:

¡Albatros!...

 
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