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A la mañana siguiente, al rayar el día, todo el mundo estaba a bordo, excepto Tudor Brown, de quién no se había vuelto a saber nada después del envío de su letra.

A las diez en punto se debía emprender la marcha; apenas sonó la primera campanada, el comandante Marsilas mandó levar anclas, e hízose la señal para que todos los visitantes se retirasen.

-¡Adiós, Erik! exclamó Vanda~abrazando al joven.

-¡Adiós, hijo mío! dijo Catalina estrechando entre sus brazos al novel teniente.

-Y usted, Kajsa, ¿no me dice nada? preguntó el joven, adelantándose cómo para abrazar a la sobrina del doctor.

-Yo le desearé tan sólo que no se le hielen las narices, y que descubra usted al fin que es un príncipe disfrazado, replicó Kajsa con burlona sonrisa,

-Y si fuese así, ¿me consideraría usted un poco de su amistad? dijo Erik, procurando disimular la amargura que le hacía experimentar aquel sarcasmo.

-¡Cómo dudarlo! exclamó Kajsa volviéndose hacia su tío, cual siquiera indicarle que la despedida había terminado.

A esto se redujo todo. Las advertencias de la campana eran más imperiosas, y los visitantes corrieron hacia la escalerilla, alrededor de la cual se oprimían las embarcaciones que debían recibirlos. En medio de esta confusión, nadie observó la llegada de un pasajero que se había retardado, y que subió a cubierta llevando en la mano un maletín.

Era Tudor Brown, que se presentó al capitán para reclamar su camarote, el cual se lo indicó al punto.

Un minuto después, resonaron dos o tres silbidos estridentes y prolongados; la hélice comenzó a funcionar, llenando de espuma las aguas por la proa, y el Alaska, deslizándose majestuosamente sobre las verdes olas del Báltico, salió de Stokolmo en medio de las aclamaciones de la multitud, que agitaba sombreros y pañuelos.

 
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de Julio Verne

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