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Vanda era uña mujer ya formada, cuya belleza se había desarrollado con todos los encantos que en la niñez prometía. Acababa de obtener nota de sobresaliente en los difíciles exámenes a que debía someterse en Bergen, y érale ya permitido pretender una cátedra en alguna escuela superior; pero prefería permanecer en Noroé, junto a su madre, e iba a sustituir al señor Malarius durante su ausencia. Siempre grave y bondadosa, su sólida instrucción, que en nada había cambiado la sencillez de sus costumbres, comunicábala un encanto indecible y sumamente original. Nada podía ser tan curioso como ver aquella hermosa joven, con su pintoresco traje noruego, explicando tranquilamente las más profundas cuestiones científicas, o tocando al piano, con notable maestría, alguna composición de Beethoven; pero el mayor atractivo de Vanda consistía en no tener pretensión alguna y en la naturalidad de sus modales; no trataba de hacerse valer, ni se envanecía de sus conocimientos, así como tampoco se sonrojaba por llevar zapatos con hebillas. Y con su encantadora gracia desarrollábase como una flor salvaje elegida, a orillas del fiordo y cultivada por su anciano maestro en el jardínillo situado detrás de la escuela.

Por la noche formóse una tertulia íntima, reuniéndose en la sala toda la familia adoptiva de Erik. El señor Bredejord y el doctor empeñaron la última partida de whist, y entonces se supo que el señor Malarius era maestro en este noble juego, lo cual contribuiría a matar el tiempo agradablemente a bordo del Alaska. Por desgracia, el digno profesor declaró al mismo tiempo que, como se mareaba mucho cuando se embarcaba, érale forzoso echarse apenas ponía el pie en un buque. Para decidirle a emprender el viaje había sido necesario todo el cariño que profesaba a Erik, así comó también el incesante deseo, acariciado durante su laboriosa existencia, de agregar algunas nuevas variedades a las especies botánicas de su catálogo.

Después del whist hubo un poco de música: Kajsa tocó, con aire desdeñoso un vals a la moda; Vanda cantó con admirable tono y dulcísima voz una antigua melodía escandinava, y después sirvióse el te con un bol de poncho para brindar por el buen éxito de la expedición. Erik observó que Kajsa rehuía tocar su vaso.

-¿No brindará usted por el éxito de nuestra expedición? preguntó a media voz.

-¿A qué brindar por lo que no se espera? contestó la joven.

 
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