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     El rasgo original del estilo de Théodora, es la modernidad más cruda y familiar, puesta en boca de antiguos y elevados personajes. Acostumbrados como estábamos a la solemnidad algo monótona y soñolienta de la Turquía de Racine o Voltaire; esa lengua más que franca produce el efecto de un alegre chasquido. Pero hay exceso evidente, en todas las escenas de Théodora o de las comparsas bizantinas. Si era falsa la grandilocuencia clásica, siquiera era bella; y sin tener esta disculpa, no es menos inexacta la charla bulevardera transportada a la corte de Justiniano. La exagerada trivialidad no es sino el polo opuesto de la redundancia solemne, tan distante una como otra de la realidad. Y no se diga que estos giros de caló parisiense son los equivalentes de los que habían de usar los emperadores de oriente, en sus disputas domésticas, por la razón de ser ambos advenedizos de baja extracción. Hacía diez años que reinaban cuando estalló la sedición de Hypatius. Además, y esta razón es fundamental, la lengua de la antigüedad y edad media no nos es conocida sino por los monumentos escritos, y entre éstos no hay uno solo que nos autorice a usar tan insólito disfraz. El pasado, así en la historia como en nuestra vida, reviste para nosotros un tinte vago y poético que todo lo suaviza y embellece, semejante al efecto de perspectiva de un lejano horizonte. Esta transposición de estilo me parece, pues, una tentativa inversa, pero tan malograda como la de los románticos, que salpicaban sus diálogos con palabras exóticas o anticuadas.

     Y ahora que he dado mi opinión sincera en todo lo defectuoso e inferior de esa producción escénica, no tengo inconveniente en repetir que ella constituye, a pesar de todo, un espectáculo curioso y nada despreciable, siempre que estén llenadas las condiciones materiales y artísticas de la interpretación.     La pieza contiene dos o tres escenas magistrales: la conferencia de Justiniano con sus consejeros, la muerte de Marcellus, la pintura del grupo imperial, loco de terror, mientras la sedición bate las murallas del palacio. Abundan las frases condensadas y llenas de sustancia psicológica, que iluminan súbitamente el carácter como a la luz de un relámpago. Así, este grito del emperador durante la crisis revolucionaria: «¡Habla despacio!, ¡no les da gana de venderme!» O esta contestación, que Tácito hubiera puesto en boca de su Césares abyectos: «¿Le prometo la vida? -¡Sí, promete siempre!» Otras veces, la grandiosa imagen poética trae como un recuerdo de Shakespeare. Tamarys dice que en la carnicería humana del hipódromo «los tigres han huido espantados ante el furor de los hombres». ¿No os parece escuchar esa palabra sombría de Macbeth, cuando se cuenta que durante la noche del crimen los caballos de Duncan se han vuelto salvajes y despedazado unos a otros?

 
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