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     Tanto para su confabulación general como para los incidentes numerosos de sus cuadros, Sardou ha tomado por guía al historiador Gibbon, que a pesar de su preocupación volteriana, es un excelente narrador de los hechos. La gran inexactitud de la pieza es la muerte de Teodora -¡una Augusta estrangulada por la mano del verdugo!-. Sabido es que la emperatriz murió a los cuarenta y ocho años, respetada y casi canonizada a pesar de su herejía. Pero todos los otros detalles de la acción: incidentes del circo, pormenores de la sedición, menudencias de etiqueta -el color local, por fin- son de una realidad suficiente. Bastaría para caracterizar la pieza el género de polémicas por ella suscitadas. Todas ellas se refieren a la verdad escenográfica. El mismo Sardou bajó a la palestra para defender sus decoraciones criticadas por un erudito especialista; y se defendió con bastante habilidad, aunque sin ostentar ese domino completo del mundo antiguo que reveló Flaubert en su «apología»de Salammbô. No creo por eso que el silencio de los adversarios de Sardou haya sido aquiescencia absoluta, sino perturbación de sabios poco diestros en el combate de epigramas. No quisiera entorpecer esta crónica diaria con discusiones arqueológicas, casi tan áridas y enojosas como las teológicas de Bizancio; pero me es imposible no protestar, de paso, contra el tono triunfante de Sardou cuando trata de ignorante a ese pobre señor Darcel, porque éste ha sostenido que la mezquita actual es la Santa Sofía reedificada por Justiniano: consta, sin embargo, que hace cuarenta años, el sultán hizo raspar el estuco de las paredes y aparecieron los bellos mosaicos del siglo VI, que se han reproducido en la obra de Salzenberg.

     Pero, en general, repito que Théodora es un excelente y animado panorama de la vida bizantina: yo, por mi parte, me he deleitado en esa amena lección de arqueología por el aspecto, arreglada según los principios pedagógicos modernos. Es una admirable lesson on objects.

No se trata, por cierto, de sostener la exactitud minuciosa y contemporánea de tal o cual detalle: claro es que en ese mundo cosmopolita y refinado reinaba la moda voluble y fugaz; posible es que un adorno o corte de vestido pertenezca al reinado de Anastasio o Justino.

     Pero la armónima verdad del conjunto es innegable, como que se ha obtenido por hábiles artistas combinando y reproduciendo minuciosamente los objetos de los museos, y sobre todo los mosaicos de Ravena y Constantinopla. Puede comprobarse parcialmente esa exactitud sin salir de Buenos Aires, abriendo la Mosaïque de Gerspach: allí se ve desarrollarse en su complicada magnificencia el séquito de Teodora, la deslumbrante teoría de dignatarias imperiales en sus actitudes hieráticas, recargadas con mitras, collares y macizos adornos sobre sus túnicas, rígidas y pesadas como casullas sacerdotales.

 
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