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     Si hay algo sabido, es la cultura de formas y lenguaje de ese niño búlgaro, sobrino de un emperador, advenedizo como él, pero llevado muy pequeño a Bizancio y criado allí como un heredero del imperio. El estilo y modales íntimos del Justiniano dramático son los de un viejo histrión silbado.

     Más crudamente exagerado aún es el personaje de Teodora. Es difícil, por cierto, defender con éxito esa repugnante figura de meretriz entronizada, que logró escandalizar al mundo tan poco escrupuloso del Bajo Imperio.

     Corrompida hasta las médulas antes de la pubertad, prodigando en los pórticos del circo su «caridad universal», innovando en sus orgías de tríbada por sobre el capitali luxus de Ausonio, que requeriría el griegos, pues el latín es harto transparente para su cabal pintura: vieja y marchita a los veinte años de tanto rodar por las tabernas de Constantinopla y los malecones de Alejandría-: seguramente, lo repito, no es fácil calumniar la juventud de Théodora. Pero es tan notorio como la historia de su licenciosa juventud, el cambio repentino que por cansancio o ambición se produjo en ella desde que conoció y dominó al futuro emperador. Todos los autores, religiosos y profanos, están conformes. La corte y la misma familia imperial olvidó el vergonzoso pasado de la pantomima, ante la invariable corrección de la Augusta. El «autocrátor» la asociaba tan públicamente a sus tareas de estado, que hasta en su monumento legislativo figura como consejera prudente y sagaz; por ejemplo, en la novela VIII, donde Justiniano emplea el retruécano reproducido por Sardou, sobre el nombre de Théodora (presente de Dios): Deo data est nobis.

     Y es esa soberana, severa ya y rígida como todas las arrepentidas, la que se nos muestra corriendo las veredas de Bizancio como Mesalina, y cayendo en los brazos de un joven desconocido, de un odiado heleno a quien perseguirá insaciablemente. Y esas visitas a la vieja sirvienta del circo, y esa entrada al hipódromo para que el pueblo le arroje a la cara el insulto soez, cuando es sabido que no podía asistir a las carreras sino invisible tras de las rejas de San Estéfano.

     En cuanto a esa famosa escena de «interior» en que los augustos consortes se escupen mutuamente las injurias más atroces en estilo de carnaval de la Courtille, es una repugnante parodia del realismo histórico; el más falso y necio espécimen del naturalismo aplicado a la tragedia, y que sólo escapa a la chatura completa por ese sabor malsano de encanallada profanación que hizo la fortuna de la Belle Hélène ante un público cosmopolita de otro bajo imperio. Esto me lleva a decir algo del novísimo estilo de ese drama histórico.

 
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