Théodora es una crónica de Bizancio puesta en escena con toda la pompa oriental y la preocupación erudita que era un rasgo del Bajo Imperio -como lo es también de nuestro siglo investigador-. Los diarios parisienses nos contaron a principios del año pasado todas las maravillas escénicas de la exhibición desde el dorado salón del «autocrátor» hasta el manto imperial de la Augusta. Los que no conocen decoraciones de Rube o Carpezat no podrán figurarse su real carácter artístico por las pálidas copias que anoche contemplaron en el Politeama. Las columnas, muebles y mosaicos bizantinos; los trajes de opulencia tan deslumbrante como exacta, las armas y joyas copiadas en los museos, el orden de los séquitos militares: todos los detalles de ese conjunto histórico daban a esa función dramática la importancia de una verdadera restauración.
Tal era allí el interés artístico de la costosa exhibición, -y a pesar de la presencia de Sarah Bernhardt en nuestra escena, y de las numerosas deficiencias de la actual reproducción- ese mismo interés visual ocupa el primer rango en los atractivos de Théodora. Es ante todo y después de todo una magnífica pantomima una ópera sin música bastante, pues los pocos compases de Massenet no merecen tomarse en cuenta.
Todo el mundo conoce la acción banal que sólo sirve para explicar la sucesión de cuadros exhibidos: los críticos teatrales han reconocido de paso las reminiscencias de Lucrecia Borgia y Marion Delorme que marchitan un tanto la novedad de las principales escenas.
Según mi costumbre procuraré no volver sobre lo dicho por otros, y sólo resumiré aquí las impresiones que ante ese pintoresco espectáculo se armonizan o chocan con los recuerdos de la historia.