La prepotencia femenina estaba corroborada por unos malevos marginales, ya escondidos, ya disimulados entre la concurrencia, listos para intervenir en cualquier trifulca, dispuestos a mantener el orden por medio de biabas traicioneras. Tenían el encargo de dar su merecido a quienes pretendían divertirse sin pagar el precio estipulado, o a quienes le faltaban el respeto a las manifes. A estos compadrones se les llamó pesebreros. Recuérdese que al local se le decía pesebre y pesebrera a la cortesana. (En lunfardo por bajarse al pesebre llegó a entenderse el ejercicio del cunnilingus.) El apodo era peyorativo y se le daba también al portero y a los sirvientes. En casi todos los lenocinios había pulgos que se encargaban de cocinar, limpiar, hacer los mandados y servir en el reservado. O no pulgos: inadaptados sociales, desechos humanos, de psicología borrascosa y complicada, de pasado turbio y futuro incierto. Le pagaban entre todas, se vestía con ropas que le regalaban los tenebrosos. Se presentaban a cualquier dependencia y recibían el nombre de basurero, o peón de patio.
Una vez por semana había inspección médica. Los lunes, jornada de reposo para las mujeres. Entonces las brames se convertían en darique o daquieres, minushias, pibas, febas. Darique o daquiere, querida; minushia, diminutivo de mina; feba, la jovencita linda: valen como términos afectuosos. Se dedicaban a tareas de ama de casa: preparar golosinas, postres; repasar las prendas de labor, coser botones, lavar, almidonar, plancliar. Fumaban tranquilamente sin que nadie se admirase por ello y las mirara con ojos espantados. Tomaban mate, leían revistas el último número de Vida Porteña, Mundo Argentino, El Hogar, La Novela Semanal, Fray Mocho, Atlántida, Caras y Caretas, PBT, El Canta Claro, El Alma que Canta, novelas de Carlota Braéme y Carolina Invernizio, o la última entrega del folletín semanal cuyos títulos eran sensacionales y apasionantes: Raptada en la noche de bodas, Virgen y Madre, El destino fatal". Sentían necesidad del contacto con seres humanos, pero en otro planteo que el meramente físico. Salían a pasear, iban de compras, al teatro, al cine, a una payada, solas o con el canfle o el dorima. Por unas horas recuperaban la normalidad, acaso las ilusiones. Volvían a ser muchachitas, casi niñas, carozos, que lo miraban todo con asombro: el sol, las parejas de novios, el tránsito de las calles céntricas Cuentan que Alma fuerte, en La Plata, vivía frente a un prostíbulo; y que si veía a las pupilas al pasar, quitándose el sombrero, las saludaba: ¡Buenos días, señoras putas! Y cuentan que para Navidad les mandaba pan dulce y vino francés de regalo. Claro está que había otras zorras que aprovechaban la circunstancia para trabajar por su cuenta, buscaban clientes alcoholizados para robarles, o se entregaban a tareas complementarias para elevar sus ingresos.