Por un zaguán se pasaba a un patio de vastas proporciones. Se percibía ya desde la calle un tufo característico de casa pública, mezcla de perfume, desinfectante, tabaco y querosene. Si el patio no era techado se protegía a los concurrentes con un toldo; a veces una parra permitía entrever las estrellas; una palmera servía para sostener hilos eléctricos con bombitas, farolitos chinos o largos adornos de papel de colores. A derecha e izquierda se abrían numerosas alcobas donde las pelanduscas recibían a la clientela. En el centro, una pianola automática: se echaba una moneda y se obtenía una pieza musical: tango, romanza de ópera, vals, milonga, shimmy, pasodoble, habanera, mazurca, foxtrot, polca. Arrimados a las paredes laterales, unos bancos sin respaldo, oscurecidos por el uso. Al fondo, algunas habitaciones privadas donde vivía la en cargada con el compañero; una cocina y un mingitorio para el visitante. Además de hacerlo cuan do lo pedía el cuerpo, se orinaba después de la copula, a modo de precaución. Era creencia difundida que la orina actuaba como antiséptico y, lo mismo que al jabón amarillo, se le otorgaba más crédito que al permanganato de potasio. Si el acto de la micción provocaba un ligero ardor, era un buen síntoma. En la parte anterior del prostíbulo había un reservado de fausto notorio: mesitas con manteles, flores de papel crepe, sillas de Viena y palquito para los músicos. Ah! solían darse fiestas con champagne, orquesta ti pica, baile, cuerpos condescendientes, monte criollo, pase inglés e intenciones políticas no confesadas.
Las grelas llevaban poca ropa, cualquiera que fuese la estación, y esa poca, holgada, práctica; hoy la llamaríamos funcional. El muestrario resultaba excitante y era menos trabajoso quitársela y ponérsela tantas veces. Solían usar batas, batones y batines cómodos, que permitían entrever la mercadería, palparla, sopesarla, y así acelerar el trámite previo. También usaban, según la moda francesa, una especie de viso con flecos y tajo al costado, hecho en telas brillantes o traslúcidas. El escote, generoso; debajo, nada. Calzaban zapatos de tacón alto, zapatillas acolcha das o chinelas con adornos de marabú. Las me días, de seda negra. Las ligas, con florcitas bordadas, servían de monedero o de vaina, según. Durante el invierno se caldeaba el ambiente, aunque por razones de economía, sólo de noche. De tarde esos antros no resultaban muy hospitalarios. Las percantas se defendían del frío y de la tisis con tapados de paño, mantones sevillanos, chales y pañoletas. Pero siempre y esto parecía una consigna inviolable, dejaban al desnudo grandes trozos de piel blanqueada, como el rostro, con polvos de arroz.
Para muchos individuos el quilombo era un lugar de reunión. Los amigos se daban cita allí, o iban juntos, a hacer vida de sociedad, a bailar, a beber, a estar en ambiente, a disfrutar con el espectáculo del bramaje que revoloteaba, activo, por el local. Las catrielas se acercaban a los tímidos y los abrazaban. Tenían una pregunta esterotipada: ¿Vamos, negro? Si se mostraban difíciles o exigentes, los sobaban en la zona pubiana, o se hacían las mimosas y suplicantes. A veces era posible ver a una pecadora enardeciendo a tres, cuatro y hasta cinco candidatos al mismo tiempo. Si se mostraban remisos, se dirigían a otro, a otros. Si alguno respondía favorablemente, lo llevaba a su habitación.