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Pocos varones usaban preservativo. Dejando de lado el signo de hombría que implicaba contraer una gonorrea, la razón era obvia: ningún lazo afectivo existía entre los copartícipes del hecho. La manceba, despojada de toda la dignidad de su sexo, era un despiadado instrumento de placer. El hombre no podía ver la novia ni la mujer ideal en esas pendangas que antes del ayuntamiento examinaban y estrujaban el miembro con fuerza deshumana para ver si lloraba esto es, para ver si manaba pus, lo cual indicaría una blenorragia. El desencanto que provocaba en el animal macho este comienzo de consultorio médico, constreñía a una tarea preparatoria, no siempre corta, para retomar el ímpetu amatorio. La ramera enferma era inútil. La Asistencia Pública le retiraba la libreta de sanidad. Se las excluía del servicio. Perdía el amor de su canfinflero al mismo tiempo que la protección de las autoridades. Se convertía en un peligro público, quedaba deshonrada y no siempre podía solventar los gastos de la cuarentena forzosa. De ahí que muchas, sin permiso, instituyeran el chistadero: la mujer se emboscaba en un zaguán y detrás de la puerta entornada, chistaba al transeúnte. La cosa se hacía de pie, con rapidez, por pocas monedas. El chistadero solía ser una trampa donde la paica era el cebo y sus cómplices escondidos despojaban al gil de su plata, después de amasijarlo.

Si bien es preciso diferenciar entre las que practicaban el comercio carnal obligadas por la persuación o por la violencia, y las que se entregaban al oficio por su propia voluntad, la mujer pública tenia el deber de entregarse a todos los hombres que se presentaban, cualquiera que fue se su condición y su número. Obligación rigurosa a tal punto que sólo puede significar el más alto grado de santidad, una indiferencia atroz, o la mera anestesia. Algunos analistas sostienen que las uniones en los burdeles se consuman sólo entre mujeres frígidas y hombres impotentes. La mujer le saca dinero al hombre para castrarlo, ya que el dinero es el símbolo del poder viril. Los hombres, por su parte, odiarían a las mujeres de dos maneras: no acostándose con la que aman, o rehusando el amor o el aprecio, a aquella con quien gozan. Lo mismo podría decirse de las mujeres.

Las perdidas, sobre todo en las noches de labor intensa, parecían máquinas. La codicia, la avidez, las cambiaban en seres deshumanizados. Si en los momentos de ocio alguna conversaba con gracia y daba idea de lo que podían ser las heteras griegas en las horas de posibilidades perdían todos los encantos. Retaban a aquellos que las entretenían más de lo que consideraban normal dos o tres minutos, aminorando el deleite, inhibiéndolo con una malevolencia que señalaba su desinterés por el placer ajeno. El temor a la regenta que acudía a tocar la puerta con los nudillos: ¡Apúrense! Vamos, muchachos, ¡apúrense!; el temor al marido que vigilaba con suspicacia a su obrera la mina de oro, inspiraban esa conducta de pasivo rechazo. Ni siquiera se preocupaban de fingir una amabilidad somera.

 
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Picaresca porteña de Tulio Carella   Picaresca porteña
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