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A ciertas horas de la noche el tumulto cedía un poco; pasaba la ronda policial; examinaba a los visitantes; expulsaba a los indeseables, a los beodos, y a veces detenía a algún malandrín buscado por la justicia. La madama invitaba a los rondines con una copita de licor o un café en sus habitaciones privadas. Allí vivía ella de manera muy burguesa con el boato propio de su mentalidad: carpeta de felpa roja, fruteras o centros de mesa, grandes aparadores y trinchantes, camas oceánicas y mullidas, cortinas de macramé, el inevitable tarjetero con tarjetas postales, un fonógrafo, almohadones pintados y bordados, una cola de vaca para peines, peinetas y peinetones, un puf (pouff: asientos que se pusieron de moda al mismo tiempo que los divanes o camas turcas, hacia el equipo para mate, de plata, como adorno. Cuando se iban los guardianes de] orden, la algarabía recuperaba sus derechos. La reunión social de los quequeros proseguía con charla, bebida, baile, masajes incitadores y lo demás. En algunos lenocinios se despachaban bebidas alcohólicas: caña, cerveza, grapa o vino vino blanco, dulce, moscato por lo general. No pocas veces la instalación completa era un precario mostrador y un par de estantes. Victoria Ocampo reproduce en El viajero y una de sus sombras", un curioso pasaje de Keyserling: En las casas públicas de América del Sur no reina un libertinaje bullanguero, sino el silencio de la procreación reconcentrada. Dos inexactitudes en un párrafo. El pudor, misterioso ingrediente de la psiquis del porteño, desaparecía en los quilombos, acaso por una substitución voluntaria: el machismo era más fuerte. José Sebastián Tallon menciona la estridencia de la bacanal suburbana, el delirio canallesco y nocturno del chusmaje lupanario.

La madama vigilaba el movimiento desde su sitio: una silla, un estrado, un mostradorcito, un escritorio, una mesa. La madán, o madama, como, se decía a la rectora de las casas de prostitución con falsa ceremonia, acaso con auténtico deseo subconsciente de que esos monstruos fueran de verdad francesas. Casi siempre lo eran. (También se llamó madama, acaso por similitud ginecológica, a la partera o comadrona.) Estaba en su lugar como en una cátedra, y desde allí, con una frialdad repulsiva, manejaba el negocio. Si veía que alguna perdida se demoraba en la conquista de un individuo, la amonestaba. El hacer relaciones, el intimar, el intercambio de pareceres, le estaba vedado a la profesional. La voz de la regente sonaba como campana rajada: ¡Chicas menos amor y más lata! Y el estribillo repicaba toda la noche. Solía golpear la puerta con los nudillos para activar el filote y evitar que los aprovechadores gozaran más de lo que pagaban. Con hipócrita blandura llamaba la atención a los barulleros y a los curdelas. En tanto que el hombre y la mujer de esos ambientes tuvieron muchos nombres, la madama muy pocos y prestados: mayorengo, se le dijo, como al mayoral del tranvía o a todo individuo que detentaba algún mando; botona, como al chaferola, patrona y el vesre tronapa; dueña, encargada; con bastante posterioridad se la llamó cabrona, mote que perdura hasta la época actual.

El sistema de contralor era simple. Se verificaba por medio de fichas de metal a las que no tardó en llamarse latas. Recuérdese que el primer tango impreso se titula Dame la lata y es M 1880. Cada lata equivalía a un cliente, es decir, a una suma de dinero. El folklore popular recogió el hecho:

Canfinfla, andáte al tambo

que ya te espera la mina

para refilarte el vento

que ha sacado de propina.

Otra cuarteta pone su acento en la mishiadura del vividor cuando la papirusa no gana lo bastante en el firulo:

¡Qué vida más arrastrada

la del pobre canfinflero!

El lunes cobra las latas

y el martes anda fulero.

 
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Picaresca porteña de Tulio Carella   Picaresca porteña
de Tulio Carella

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