La madama cobraba el precio estipulado., entregando una ficha. La figura de esta mujer era típica: Cuerpo grueso y fofo, pelo teñido de rubio, y cargada de alhajas no siempre falsas. Por lo general se trataba de una puta vieja retirada de las actividades, dueña de un marido más o menos legítimo. Fumaba en largas boquillas de ámbar o de marfil, de acuerdo con la moda ¡m plantada por las vampiresas de la pantalla cinematográfica; o se entregaba a la doméstica tarea de hacer crochet o calceta, para no aburrirse. Fu mar o tejer le permitían estar con el ojo alerta.
Por lo demás, el caralisa nunca andaba lejos y colaboraba en esa vigilancia sorda e incesante. Los días de fiesta y los fines de mes había tantos parroquianos que no cabían en el vestíbulo, y debían esperar de pie, en filas que se prolongaban por el zaguán y la vereda. Esta abundancia y los frecuentes batifondos disgustaban al vecindario, cuyas quejas fueron alejando cada vez más los burdeles a zonas menos adecentadas.
Un farol rojo individualizaba tales establecimientos en la noche porteña. Todavía es posible ver algunos, distinguidos por la infamante luz, en Montevideo. Detalles menos notorios apuntaban la existencia de una mansión prohibida: las ventanas, que rara vez se abrían; las cortinas opacas, rojas, amarillas o de color de turquesa, en la puerta cancel.
Los prostíbulos colectivos respondían a una necesidad orgiástica y comercial a la vez. Estaban instalados en amplias viviendas, fuera del perímetro ciudadano. Muchos individuos satisfacían en ese lugar sus complejos de pluralismo o su afán de poligamia; una vez aliviado no liberado, de sus ansias, volvían a su aparente normalidad.
Tenían nombres pintorescos y, en ocasiones, poéticos: Edén, Perla del Oeste, Chanteclair, Victoria, La Mariposa. Carlos de la Púa menciona el queco La Lula. Recuérdese el quilombo de La Estrella de Lobos, donde fue muerto Juan Moreira, posteriormente metamorfoseado en salón de baile o en pulpería por la pudibundez convencional. A veces se los designaba por una circunstancia: el de la Francesa` el de la Marina. En el Farol Colorado, de Dock Sur, se proyectaban vistas pornográficas. Los de Mataderos y San Fernando eran renombrados por la abundancia y belleza de sus meretrices. En todo el mundo se conocía el de Madame Sapho, de Rosario, y nadie ignora que un filósofo español que vino a dar conferencias, viajó hasta esa ciudad para conocerlo.
A la puerta, la policía, de imaginaria casco redondo terminado en una punta metálica, palpaba de armas a los visitantes. Tenía la obligación de pedir la libreta de enrolamiento a quienes no aparentaban edad para entrar en esos sitios. Sin embargo no pocas veces se mostraba benigna con los muchachos que precozmente querían verle la cara a Dios como se decía. Benignidad nacida de unas monedas que se le daban como soborno. Al cumplir 18 años todo individuo varón debía enrolarse. Le entregaban la libreta; con ella, la obligación de ejercer los deberes cívicos y la franquicia en los quilombos. Muchos jovencitos de rostro glabro, facciones aniñadas y cuerpo menudo, esperaban con ansias el entrar en posesión de tan inestimable documento que les permitiría...
Antes de entrar era posible adquirir artículos variados que se relacionaban con esas actividades: grupos de vendedores ambulantes pregonaban la mercadería preservadora que llevaban en bolsitas o en cajas horizontales colgadas del cuello por un cordón; voceaban el último número de Caricatura universal", o Medianoche, revistas picantes; o musitaban el ofrecimiento de librillos obscenos. No lejos había localcitos con tablados y en tanto que el público se entonaba con unas copas, asistía a la representación de obrejas cuya burda impudicia divertía a personas poco exigentes en materia teatral.