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El significado de esta copla es obvio: la paica cambia el dinero que recibe de aquellos que se divirtieron con ella y entrega las latas a su propietario.

El precio del fierrazo, como se decía, era de uno, dos y tres pesos. Aquel que deseaba que darse toda la noche, después de la hora de cerrar, debía ponerse con cinco pesos. El costo de servicios extraordinarios para quienes pretendían artificios de tipo oral, se convenía en el momento. Las formas de pago variaban ligeramente. Se compraba una ficha en la caja, se pagaba a la madama o a la terraja. Ésta, en tanto que el hombre se vestía durante las jornadas magras, procuraba convencerlo para que le dejara algún dinerito más como propina. La remuneración previa era lo corriente, para evitar complicaciones. El espejismo y la esperanza del deleite, son generosos para quien sabe aprovecharlos; en cambio duele pagar por algo tan efímero e inaccesible como el codiciado orgasmo. No faltaban audaces que decidían experimentarlo sin tener con qué pagar; arriesgaban duras represalias. Si la faena abundaba, la suripanta, al salir de su pieza, hacía entrar al hombre de turno para que fuera preparándose, en tanto ella iba a cambiar el dinero por la ficha. Y no siempre era dinero recibido sino el de ellas, ya que las bagasas tenían curiosidades y caprichos y, cuando no veían otra posibilidad de satisfacerlo, se lo pagaban. El novato primerizo era muy codiciado; disfrazaban ese deseo de contacto con la pureza con la superstición: Hacerse a uno de esos, era atraerse la buena suerte. No faltaban mocitos que fingían ser primerizos para obtener un fornicio gratuito. Pero no era trampa duradera.

En algunos prostíbulos había hasta cincuenta mujeres, distribuidas en tres recintos; en cada recinto el precio era diferente. En la parte más costosa, las mujeres vestían con refinamiento mayor, y a veces usaban pantaloncitos. Los atractivos físicos aparentes eran también mayores.

La mayoría de las perendecas vivía en el burdel como en un internado. Por ese motivo se las llamaba pupilas. Había también externas, que ejercían la vida horizontal a espaldas de sus deudos. Las alcobas eran de proporciones regulares, con espacio para la cama, unas mesitas de luz, un ropero, un tocador, un par de sillas y poco más. Cortinas opacas y postigos cerrados, en contraste con la banderola siempre abierta, tanto para la ventilación como para dar la alarma si ocurría algo desusado. La cama, de dos plazas, cubierta por una colcha verdosa, deshilachada por el continuo roce de botines, botas y zapatos. La prisa no permitía refinamientos tales como el descalzarse. Lo único que se quitaba el hombre era el sombrero, el saco y el chaleco. Se bajaba los pantalones y los calzonzillos, y se levantaba los faldones de la camisa y la camiseta. Con los tirantes colgados y las ligas que sujetaban los calcetines, el pretendiente perdía su aspecto heroico para adquirir cierto aire ridículo, de vodevil, o doméstico.

Una bombita eléctrica pendía de un cordón. La luz estaba suavizada por una pantalla o una tulipa no se apagaba. A la cabecera, un crucifijo. Estampas religiosas enmarcadas o simplemente clavadas con chinches a la pared, medallas e imágenes de yeso coloreado o de antimonio, indicaban que las pebetas conservaban sus creencias y mantenían la fe intacta. En la mesa de luz, un velador, un quinqué, un alfiletero, horquillas para el pelo, un portarretratos, cajas de polvos y cisnes, flores artificiales... Las paredes, pintadas o empapeladas al gusto de moda, con listas o florones. Cuadritos convencionales colgaban del muro marinas, paisajes, con trivial sentido decorativo. Algunos aposentos tenían adornos de lujo de pobre: frascos de perfumes con moños de seda, muñequitos primorosamente vestidos, cajas de cartón imitando cofres, o alhajeros adornados con caracolas. En el tocador, una jarra de loza que contenía un líquido purpúreo. En un trébede, en una silla o en el suelo, una palangana. Era obligatorio el lavaje una vez consumado el acto.

 
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Picaresca porteña de Tulio Carella   Picaresca porteña
de Tulio Carella

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