Volvió corriendo al huerto; pero, antes de llegar, una nubecilla blanca y fina como vedija de algodón se elevó sobre las copas de los naranjos, y sonó una detonación larga y ondulada, como si se rasgase la tierra.
Acababan de fusilar a Bolsón.
Le vio de espaldas sobre la roja tierra, con medio cuerpo a la sombra de un naranjo, ennegrecido el suelo con la sangre que salía a borbotones de su cabeza destrozada. Los insectos, brillando al sol como botones de oro, balanceábanse, ebrios de azahar, en torno de sus sangrantes labios.
El discípulo se mesó los cabellos ¡Recristo! ¿Así se mataba a los hombres que son hombres?
El teniente le puso una mano en el hombro.
-Tú, aprendiz de roder, mira cómo mueren los pillos.
El aprendiz se revolvió con
fiereza; pero fue para mirar a lo lejos, como si a través de los campos pudiera ver el camino de Valencia, y sus ojos, llenos de lágrimas, parecían decir: «Pillo, sí; pero más pillo es el que huye.»