El roder y su acólito tomaron asiento en la tartana de su pueblo, entre tres vecinos, que saludaron con afecto al siñor Quico, y unos cuantos chicuelos, que pasaban las manos por el cargado retaco como si fuese una santa imagen.
La tartana avanzaba, dando tumbos, por entre los huertos de naranjos, cargados de flor de azahar. Brillaban las acequias, reflejando el dulce sol de la tarde; por el espacio pasaba la tibia respiración de la primavera, impregnada de perfumes y rumores.
Bolsón iba contento. Cien veces le habían prometido el indulto; pero ahora era de veras. Su admirador y escudero le oía silencioso.
Vieron en el camino una pareja de la Guardia Civil, y Bolsón la saludó amigablemente.
En una revuelta apareció una segunda pareja, y el carnicero movióse en su asiento como si le pinchasen. Eran muchas parejas en camino tan corto. El roder le tranquilizó. Habían concentrado la fuerza del distrito por el viaje de don José.
Pero un poco más allá
encontraron la tercera pareja, que, como las anteriores, siguió lentamente al carruaje, y el carnicero no pudo contenerse más. Aquello le olía mal. ¡Bolsón, aún era tiempo! A bajar en seguida, a huir por entre los campos hasta ganar la sierra. Si nada iba con él, podía volver por la noche a casa.
-Sí, siñor Quico, sí -decían las mujeres asustadas.