Por él se celebraba aquella fiesta.
Sólo por él se había detenido en la cabeza del distrito el majestuoso don José, de paso para Valencia. Quería tranquilizarle y que cesase en sus quejas, cada vez más alarmantes.
Como premio por sus atropellos en las
elecciones, le había prometido el indulto, y Bolsón, que se sentía viejo y ansiaba vivir tranquilo como un labrador honrado, obedecía al señor todopoderoso, creyendo en su rudeza que cada barbaridad, cada crimen, aceleraba su perdón.
Pero pasaban los años, todo eran promesas, y el roder, creyendo firmemente en la omnipotencia del diputado, achacaba a desprecio o descuido la tardanza del indulto.
La sumisión trocóse en amenaza, y don José sintió el miedo del domador ante la fiera que se rebela. El roder le escribía a Madrid todas las semanas con tono amenazador. Y estas cartas, garrapateadas por la sangrienta zarpa de aquel bruto, acabaron por obsesionarle, por obligarle a marchar al distrito.
Había que verlos después de la paella, hablando en un rincón del huerto: el diputado, obsequioso y amable; Bolsón, cejijunto y malhumorado.
-He venido sólo para verte
-decía don José, recalcando el honor que le concedía con su visita-. Pero ¿qué son esas prisas? ¿No estás bien, querido Quico? Te he recomendado al gobernador de la provincia, la Guardia Civil nada te dice... Entonces, ¿qué te falta?
Nada y todo. Es verdad que no le
molestaban; pero aquello era inseguro. Podían cambiar los tiempos y tener que volver al monte. Él quería lo prometido: el indulto, ¡recordons! Y formulaba su pretensión tan pronto en valenciano como en castellano de pronunciación ininteligible.
-Lo tendrás, hombre, lo
tendrás. Está al caer; un día de estos será.