Sonrió Bolsón con
ironía cruel. No era tan bruto como le creían. Había consultado a un abogado de Valencia, que se había reído de él y del indulto. Tenía que dejarse coger, cargarse con paciencia los doscientos o trescientos años que podían salirle en innumerables sentencias, y cuando hubiese extinguido una parte en presidio, como quien dice de aquí a cien años, podría venir el tal indulto. ¡Recristo! Basta de bromas: de él no se burlaba nadie.
El diputado se inmutó viendo casi
perdida la confianza del roder.
-Ese abogado es un ignorante. ¿Crees tú que para el Gobierno hay algo imposible? Cuenta con que pronto saldrás de penas, te lo juro.
Y le anonadó con su charla, le encantó con su palabrería, conociendo de antiguo el poder de sus habilidades de parlanchín sobre aquella cabeza fosca.
Recobró el roder poco a poco su
confianza en el diputado. Esperaría; pero un mes nada más. Si después de este plazo no llegaba el indulto, no escribiría, no molestaría más. Él era un diputado, un gran señor; pero para las balas sólo hay hombres.
Y, despidiéndose con esta amenaza,
requirió el retaco y saludó a toda la reunión. Regresaba a su pueblo; quería aprovechar la tarde, pues hombres como él sólo corren los caminos de noche cuando hay necesidad.
Le acompañaba el carnicero de su pueblo: un mocetón admirador de su fuerza y su destreza, un satélite que le seguía a todas partes.
El diputado los despidió con afabilidad felina.
-Adiós, querido Quico -dijo, estrechando la mano del roder-. Calma, que pronto saldrás de penas. Que estén buenos tus chicos, y dile a tu mujer que aún recuerdo lo bien que me trató cuando estuve en vuestra casa.