Pero el siñor Quico se reía del miedo de aquellas gentes.
-Arrea, tartanero..., arrea.
Y la tartana siguió adelante, hasta que, de repente, saltaron al camino quince o veinte guardias, una nube de tricornios, con un viejo oficial al frente. Por las ventanillas entraron las bocas de los fusiles apuntando al roder, que permaneció inmóvil y sereno, mientras que las mujeres y los chiquillos se arrojaban chillando al fondo del carruaje.
-Bolsón, baja o te matamos -dijo el teniente.
Bajó el roder con su
satélite, y antes de poner pie en tierra ya le habían quitado sus armas. Aún estaba impresionado por la charla de su protector, y no pensó en hacer resistencia, por no imposibilitar su famoso indulto con un nuevo crimen.
Llamó al carnicero, rogándole que corriese al pueblo para avisar a don José. Sería un error, una orden mal dada.
Vio el mocetón cómo se le llevaban a empujones a un naranjal inmediato, y salió corriendo camino abajo por entre aquellas parejas, que cerraban la retirada a la tartana.
No corrió mucho. Montado en su jaco
encontró a uno de los alcaldes que habían estado en la fiesta... ¡Don José!... ¿Dónde está don José?
El rústico sonrió como si adivinara lo ocurrido... Apenas se fue Bolsón, el diputado había salido a escape para Valencia.
Todo lo comprendió el carnicero: la fuga, la sonrisa de aquel tío y la mirada burlona del viejo teniente cuando el roder pensaba en su protector, creyendo ser víctima de una equivocación.