A los veinte años tumbó a
dos por cuestión de amores, y después, al monte con el retaco, a
hacer la vida de roder, de caballero andante de la sierra. Más de cuarenta procesos estaban en suspenso, esperando que tuviera la bondad de dejarse coger. Pero ¡bueno era él! Saltaba como una cabra, conocía todos los rincones de la sierra, partía de un balazo una moneda en el aire, y la Guardia Civil, cansada de correrías infructuosas, acabó por no verle. Ladrón, eso nunca. Tenía sus desplantes de caballero, comía en el monte lo que le daban por admiración o miedo los de las masías, y si salía en el distrito algún ratero, pronto le alcanzaba su retaco; él tenía su honradez y no quería cargar con robos ajenos. Sangre..., eso sí, hasta los codos. Para él, un hombre valía menos que una piedra del camino; aquella bestia feroz usaba magistralmente todas las suertes de matar al enemigo: con bala, con navaja; frente a frente, si tenían agallas para ir en su busca; a la espera y emboscados, si eran tan recelosos y astutos como él. Por celos había ido suprimiendo a los otros roders que infestaban la sierra; en los caminos, uno hoy y otro mañana, había asesinado a antiguos enemigos, y muchas veces bajó a los pueblos en domingo para dejar tendidos en la plaza, a la salida de la misa mayor, a alcaldes o propietarios influyentes.
Ya no le molestaban ni le
perseguían. Mataba por pasión política a hombres que apenas
conocía, por asegurar el triunfo de don José, eterno representante
del distrito. La bestia feroz era, sin darse cuenta de ellos, una garra del
pólipo electoral que se agitaba muy lejos, en el Ministerio de la
Gobernación.
Vivía en un pueblo cercano, casado
con la mujer que le impulsó a matar por vez primera, rodeado de hijos, paternal, bondadoso, fumando cigarros con la Guardia Civil, que obedecía órdenes superiores, y cuando, a raíz de alguna hazaña, había que fingir que le perseguían, pasaba algunos días cazando en el monte,
entreteniendo su buen pulso de tirador.
Había que ver como le obsequiaban y
atendían durante la paella los notables del distrito: «Bolsón, este pedazo de pollo.» «Bolsón, un trago de vino.» Y hasta los curas, riendo con un ¡jo, jo! bondadosote, le daban palmaditas en la espalda, diciendo paternalmente: «¡Ay Bolsonet, qué malo eres!»