También en ese extraño, mágico y desconcertante fin del milenio, me encontré con un hombre que, cuando todas las puertas se cerraban y algunas hasta me daban en las narices, me abrió las suyas sin pedir nada y, lo que es más sorprendente y por cierto generoso, sin preguntar nada.
Así, gracias a él, comencé a internarme en el fascinante mundo virtual de la Internet.
Sería en su despacho cuando escucharía hablar por segunda vez de "ese tal Bunbury" y no creo que se haya tratado ni por un instante de una coincidencia.
Y es que con Bunbury –"con N de Enrique", como me corregía una y cien veces, cada vez que pronunciaba mal–, me di cuenta de que mi hijo se interesaba por primera vez, por las cosas importantes de la vida. Al menos las que yo considero importantes y también advertí que no se trataba de que él las atendiera o no. Es que yo no lo sabía.