Por la noche entré en casa de mi vecino. La señora estaba adentro, en el salón, rodeada de sus amigas, ahogando con sus gemidos furiosos las frases hechas y los consuelos de encargo con que la abrumaban.
Él estaba en el despacho, con la
cabeza entre los puños, mirando fijamente con sus ojos de miope, enrojecidos y amoratados, un cucurucho de papel arrugado, la última caperuza de Pillín, arrojada casualmente sobre la mesa. El hueco del embudo era siniestro. Tenía la misma expresión de fúnebre vacío que se notaba en la casa, libre de aquel monigote que lo llenaba todo con sus gritos; hacía recordar la abultada cabeza peliblanca, la bola de oro, que la muerte se había tragado.
Me escuchó distraído; no tengo la seguridad de que llegara a enterarse de mis palabras. De pronto le vi extender su mano automáticamente y encasquetarse la caperuza en el cogote, como si sintiera horror al vacío que mostraba el cucurucho.
¡Qué grotesco era aquello!
Las barbazas del apóstol, la mirada vaga y extraviada y la puntiaguda caperuza por remate. Verdaderamente, era ridículo..., tan ridículo, que yo sentía un nudo en la garganta, y varias veces me froté los ojos para impedir que brotara algo.
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