Los periódicos se hacían
lenguas de su elocuencia, de la lógica con que formulaba sus acusaciones; pero él así hacía caso de tales elogios como si fuesen dirigidos al Gran Turco. La fama le preocupaba poco: lo único que le enorgullecía era ser padre de Pillín, y que su mujer, que antes era tan poquita cosa, tuviese unos pechos abultados, fuertes, siempre llenos, y la abnegación bastante rara de criar a su hijo.
Salía poco de casa. Los autos y
Pillín le absorbían, y por las mañanas tenía que hacer un penoso esfuerzo para entregar el niño a la mamá y marcharse a la Audiencia... ¡Qué ministros los de Justicia! De seguro que no eran padres. Porque vamos a ver: ¿qué perdería la magistratura con que él llevase a Pillín a la Sala, sentándolo a su lado para que presenciara los triunfos del papá?
Las noches eran terribles para don
Andrés. Los pisos de cartón y tabiques de papel que fabrica la moderna arquitectura nos permitían a los vecinos oír sus pasos desesperados, las cancioncillas a media voz con que intentaba aplacar a aquel granuja que llevaba en brazos sonriente de día, pero malhumorado de noche, y con el especial gusto de que nadie durmiera en la casa. ¡Pobre don Andrés! Recordando murmuraciones de las criadas, me lo imaginaba dando vueltas por el salón, en camisa, las piernas desnudas, los pies en pantuflas, y, a pesar de todo, grave y digno, luciendo su barba de apóstol y los brillantes lentes con la misma majestad que cuando, cruzándose la toga sobre el pecho, se sentaba en el terrible banco. Y en vez de reírme, infundíame respeto la santa paciencia de aquel hombre, que se veía padre cuando ya caminaba hacia la vejez, y que para aplacar al energúmeno que llevaba en brazos pasaba la noche cantando cancioncillas con voz de falsete y recordando las óperas oídas cuando era estudiante, mientras la señora roncaba cara a la pared.
Pero, en cambio, de día aquello era
gozar. Ninguno de sus ascensos le había producido tan profunda impresión como las monadas de su hijo. Cuando Pillín contraía con una sonrisa su carita, marcando los adorables hoyuelos de sus carrillos, don Andrés lo conmovía todo con sus carcajadas de gigante bondadoso, y si el chiquitín lanzaba uno de sus rugidos de alegría, que parecían el grito de guerra de un apache, el respetable fiscal saltaba y chillaba como un loco. Y luego, qué gusto aquello de sentirse en la barba las trémulas manecitas, que tiraban tercamente de los pelos, y qué dulces estremecimientos se sentían al acariciar la cabezota peliblanca que latía por entre los huesos tiernos y mal unidos...