Aquello era una borrachera de
cariño, una idolatría molesta para las criadas, pues menudeaban las órdenes: «A ver, cierre usted pronto ese balcón, no se constipe el niño.» «Cuidado, muchacha, que puede caerse el señorito.»
En aquella casa no se vivía
más que para ser esclavo del dichoso señorito, Antes, una mota de
polvo, en la mesa del despacho ponía furioso a don Andrés, y ahora
los alguaciles, al recoger los autos, tropezaban con algún zapatito
tamaño como cáscara de nuez, y hacían muecas ante ciertas
manchas sospechosas en los respetable folios.
Porque, eso sí, el monigote,
alentado por la servidumbre de sus mayores, era un terrible anarquista, un
demoledor de lo existente, que reía como un bandido cuando lograba
ofender con el más atroz de los insultos a la justicia humana. No lo
entraban en el despacho y lo ponían en la mesa, sin que hiciera de las
suyas, y mientras el padre, embobado y con la pluma en alto, le hablaba cual si
pudiera entenderle, él sonreía hipócritamente, y, mientras
tanto, ¡zas!, lanzaba por bajo una ruidosa protesta que inutilizaba
algún escrito de conclusiones en que el papá amontonaba
párrafos de estilo elevado, pidiendo garrote vil para cualquier enemigo
de la sociedad. Y no había medio de enfadarse de veras. Ponía el
grito en el cielo ante aquella ofensa irreparable que arrojaba indeleble mancha
sobre el Ministerio fiscal, echaba del despacho a la madre y al hijo,
acusándola a ella del atentado, pero a los pocos minutos ya estaba
allí la señora, riendo como siempre, con el Pillín
grotescamente disfrazado. Aquella cabeza de chorlito adoraba la boquita de viejo
de su nene; decía que al reír tenía cierto aire de payaso,
y encontraba diversión enharinándole la carita con los polvos de
su tocador y encasquetándole en la cabeza un cucurucho de papel, una
caperuza de mágico prodigioso. No caía en sus manos pliego de
papel de oficio que no lo convirtiese en caperuza para Pillín, y era de
ver el coro de carcajadas que estallaba en el despacho ante el puntiagudo
cucurucho. Reía la madre su invención, tantas veces repetida:
acompañábala el fiscal con sus carcajadas ruidosas, y hasta
Pillín lanzaba chillidos muy satisfechos de su fachita grotesca.
Pero no eran todo alegrías para don Andrés. Felicitábanle muchas veces por sus triunfos de orador, por aquellos elogios de la Prensa.
-¡Ah! Sí..., los
periódicos -contestaba con distracción-. Hombre, a propósito. Esta mañana hablaban de la difteria. ¿Sabe usted los estragos que hace esa pícara? ¡Oh!, cosa tan terrible para los niños...