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Lo decía de un modo que no daba lugar a dudas. ¡Ah! Si la tal difteria se personalizase, si se convirtiera en un ser de carne y hueso y la tuviera él en el banquillo de los acusados..., no tendría frío con lo que la tiraría encima.

Y la terrible enfermedad debió de ofenderse por los malos pensamientos de don Andrés y un día, ¡cataplum!, metióse por las puertas del principal, y su primer anuncio fué a apretarle la garganta a Pillín.

¡Gran Dios! Aquello fué una catástrofe, que lo revolvió todo instantáneamente; algo semejante a la explosión de una bomba, al incendio de un buque, donde todos corren azorados por el peligro, sin saber qué hacer.

Vosotros, infelices, que vestidos de paño pardo arrastráis una cadena en Ceuta y se os abren las carnes al recordar las terribles palabras de aquel que os acusaba, hubierais sentido asombro al ver al hombre austero como la Ley, inquebrantable como el castigo, indignado como la venganza, pálido ahora, nervioso, pasando las noches inclinado sobre una cuna, estremeciéndose ante una respiración ronca, asfixiada, ocultándose en los rincones para quitarse los lentes y pasarse las manos por los ojos gritando con acento desesperado: «¡Pillín..., hijo mío, no te mueras!»

Pero, por malos que seáis, no hubierais gozado con la caída del hombre inexorable, al verle después sombrío, reconcentrado, ante la misma cuna cubierta de flores blancas, pasando la mano temblorosa sobre la pálida frente de Pillín, helada con ese frío especial que sube por el brazo hasta el corazón, y mirando de cuando en cuando al cielo con expresión desesperada, como si por allá arriba anduviese algún prófugo contra el que preparaba la más terrible de las acusaciones.

¡Pobre Pillín! ¿Qué has hecho? No más caperuzas; ya no te burlarás de la Ley lanzando tu ruidosa protesta sobre la vindicta pública; tu eterna cuna será esa cajita blanca, coquetona, acolchada como una bombonera, que tu padre mira con ganas de deshacerla de una patada; ya no tendrás quien te acaricie la fina piel, quien te besuquee la redonda faz con que escupías a la Justicia: tu esclava está ahora mirando la pared con fijeza estúpida, abiertos los ojos como platos, con el asombro y el temor de una niña que ve romperse entre sus manos el más lindo juguete.

 
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La caperuza de Vicente Blasco Ibáñez   La caperuza
de Vicente Blasco Ibáñez

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