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Lo único que sacaba de su apatía característica a la joven señora era el pequeñín, juguete raro, al que amaba con pasión inextinguible, y que no se parecía a ninguno de los que formaban sus delicias cinco o seis años antes. Mucho le había costado. En su memoria, donde se borraban las cosas con facilidad, quedaba aún, brumoso y sombrío, el recuerdo de aquellos tres días de tormento, de espantoso potro, de susto y sorpresa más que de dolor, con la casa alborotada por sus berridos, y el marido sudoroso, jadeante, con los lentes inseguros, preparando medicinas y riñendo por torpes a las criadas. Pero ya todo había pasado; no volvería más, no, señor; ella lo aseguraba con una firmeza cándida que hacía reír; y ahora, en premio a sus tormentos, tenía al lindo monigote, a aquel bebé de carne y hueso, a quien todos en la casa llamaban Pillín, por bautizarle con tan extravagante nombre la rústica niñera, una criadita cerril que, en opinión de algunos, la habían cazado con lazo en las montañas de Chelva.

Por la mañana, cuando el señor estaba en la Audiencia salvando a la sociedad a fuerza de oratoria indignada, la mamá se entretenía con Pillín, dando rienda suelta a sus aficiones de colegiala traviesa, que la maternidad no había extinguido. Madre e hijo tenían, moralmente, la misma edad. Pillín pateaba como un gatito panza arriba sobre la alfombra del salón, mostrando sus rosadas desnudeces, lanzando aullidos a falta de palabras, diciendo, sin duda, en el misterioso lenguaje de la lactancia, que su mamá era una loca; y ella, ajando sus vestidos lujosos, que se llevaban la mitad de la paga del fiscal, moviendo grotescamente su linda cabecita despeinada, andaba a gatas en torno del bebé, hacía el perro para asustarle, y si sus gracias arrancaban una risita al mimado príncipe de Asturias, entonces llegaba a la demencia de su borrachera cariñosa, se agachaba sobre él, le agarraba la cabezota enorme cubierta de pelillos rubios, su «bola de oro», según ella decía, y cuando Pillín gimoteaba próximo a la sofocación, la caricia bajaba, tibia, cariñosa, y la infantil señora, con tanta unción como si adorase la Santa Faz, besuqueaba furiosa las nalgas de rosa del muñeco, con esa fuerza de estómago que sólo tienen las madres.

¿Y él?... Estaba sublimemente ridículo en la adoración de aquel monigote, que le llegaba a los cuarenta y cinco bien cumplidos. La mamá y el niño salían a recibirle en la escalera, y los vecinos veíamos cómo después de comerse a besos a Pillín se lo echaba al hombro y se metía dentro, andando con majestad, como un San Cristóbal, con chistera y lentes. ¡Y pensar que por bajo del bigote aún le revoloteaba la «vindicta pública, la espada vengadora de la ley, la acusación justa...», todas las palabrotas con que regalaba veinte años de presidio al primero que caía bajo su mirada iracunda de acusador!

 
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La caperuza de Vicente Blasco Ibáñez   La caperuza
de Vicente Blasco Ibáñez

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