Hasta de nombre carecía. La popa estaba lisa y en los costados ni una señal del número de filiación y nombre de la matrícula: un ser desconocido que se moría entre aquellas otras barcas tan orgullosas de sus pomposos nombres, como mueren en el mundo algunos, sin desgarrar el misterio de su vida.
Pero el incógnito de la barca sólo era aparente. Todos la conocían en Torresalinas y no hablaban de ella sin sonreír y guiñar un ojo, como si les recordase algo que excitaba malicioso regocijo.
Una mañana, a la sombra de la barca abandonada, cuando el mar hervía bajo el sol y parecía un cielo de noche de verano, azul y espolvoreado de puntos de luz, un viejo pescador me contó la historia.
-Este falucho -dijo, acariciándole
con una palmada el vientre seco y arenoso- es El Socarrao, el barco más valiente y más conocido de cuantos se hacen al mar desde Alicante a Cartagena. ¡Virgen Santísima! ¡El dinero que lleva ganado este condenado! ¡Los duros que han salido de ahí dentro! Lo menos lleva hechos veinte viajes desde Orán a estas costas, y viceversa, y siempre con la panza bien repleta de fardos.
El bizarro y extraño nombre de Socarrao me admiraba algo, y de ello se apercibió el pescador.