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Pero Tono no le dejó acabar. ¡Gallina! ¡Morral! ¿Y para contarle todo aquello iban vagando por las calles? Ahora mismo le rompía la cara.

El Menut se hizo atrás para evitar el golpe. También él mostró deseos de agarrarse allí mismo; pero se contuvo viendo una tartana que se aproximaba lentamente, balanceándose sobre los baches de la ronda y con su conductor todavía adormecido.

-¡Che, tartanero..., para!

Y, abalanzándose a la portezuela, la abrió con estrépito e invitó a subir a Tono, que retrocedía con asombro. Él no tenía dinero: ni esto. Y, metiéndose una uña entre los dientes, tiraba hacia afuera.

El joven quería terminar pronto. «Yo pagaré.» Y hasta ayudó a subir a su enemigo, entrando después él y subiendo con presteza las persianas de las ventanillas.

-¡Al Hospital!

El tartanero se hizo repetir dos veces la dirección, y como le recomendaban que no se diera prisa, dejó rodar perezosamente su carruaje por las calles de la ciudad.

Oyó ruido detrás de él, gritos ahogados, choques de cuerpos, como si se rieran haciéndose cosquillas, y maldijo su perra suerte, que tan mal comenzaba el día. Serían borrachos que, después de pasar la noche en claro, en un arranque de embriaguez llorona, no querían meterse en la cama sin visitar a algún amigote enfermo. ¡Cómo le estarían poniendo los asientos!

La tartana pasaba lenta y perezosa por entre el movimiento matinal. Las vacas de leche, de monótono cencerreo, husmeaban sus ruedas; las cabras, asustadas por el rocín, apartábanse sonando sus campanillas y balanceando sus pesadas ubres; las comadres, apoyadas en sus escobas, miraban con curiosidad aquellas ventanillas cerradas, y hasta un municipal sonrió maliciosamente, señalándola a unos vecinos.

¡Tan temprano, y ya andaban por el mundo amores de contrabando!

 
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En la boca del horno de Vicente Blasco Ibáñez   En la boca del horno
de Vicente Blasco Ibáñez

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