Bajó a los pocos minutos, pero
pálido e inquieto. Le había recibido su madre, que estaba
arreglándose para ir a misa y al mercado. La pobre vieja extrañaba
aquella salida y había tenido que engañarla con penosas mentiras.
Pero ya estaba él allí con todo su arreglo. Cuando Tono
quisiera..., ¡andando!
No encontraban una calle desierta. Abríanse las puertas, arrojando la fétida atmósfera de la noche, y las escobas arañaban las aceras, lanzando nubecillas de polvo en los rayos oblicuos de aquel sol rojo, que asomaba al extremo de las calles como por una brecha.
En todas partes, guardias que los miraban
con ojos vagos, como si aún no estuvieran despiertos; labradores que, con la mano en el ronzal, guiaban su carro de verduras, esparciendo en las calles la fresca fragancia de los campos; viejas arrebujadas en su mantilla, acelerando el paso, como espoleadas por los esquilones que volteaban en las iglesias próximas; gente, en fin, que, al verlos metidos en el negocio, chillaría o se apresuraría a separarlos. ¡Qué escándalo! ¿Es que los hombres de bien no podían pegarse con tranquilidad en toda una Valencia?
En las afueras, el mismo movimiento. La mañana, con exceso de luz y actividad, envolvía a los dos trasnochadores como para avergonzarlos por su empeño.
El Menut sentía cierto decaimiento,
y hasta probó a hablar. Reconocía su imprudencia. Había sido el vino y su falta de costumbre; pero debían pensar como hombres, y lo pasado..., pasado. ¿No pensaba Tono en su mujer y los chiquillos, que podían quedar más desamparados de lo que estaban? Él aún estaba viendo a su viejecita y la mirada ansiosa con que le siguió al abandonarla. ¿Qué comería la pobre si se quedaba sin hijo?