Despertábase la ciudad. El sol enrojecía los aleros; retirábanse, en busca del relevo, los guardias de la noche, y en las calles sólo se veían las huertanas, cargadas de cestas, camino del mercado.
Los panaderos abandonaron al Menut en la
puerta de su casa. Vió cómo se alejaban, y aún permaneció un rato inmóvil, con la llave en la cerraja, como si gozara viéndose solo y sin protección. Por fin se había convencido de que era un hombre; ya no sentía crueles dudas, y sonreía satisfecho al recordar el aspecto del mocetón cayendo de rodillas y chorreando sangre. ¡Granuja!... ¡Hablar tan libremente de su novia...! No; no quería arreglos con él.
Al dar la vuelta a la llave oyó que le llamaban:
-¡Menut! ¡Menut!
Era Tono que salía de detrás de una esquina. Mejor: le esperaba. Y junto con un temblorcillo instintivo, experimentó cierta satisfacción. Le dolía que le perdonase el golpe, como si fuera él un irresponsable.
Al ver la actitud agresiva de Tono,
púsose en guardia como un gallito encrespado; pero los dos se
contuvieron, notando que llamaban la atención de algunos albañiles
que, con el saquito al hombro, pasaban camino del andamio.
Se hablaron en voz baja, con frialdad, como dos buenos amigos, pero cortando las palabras, como si las mordieran. Tono venía a arreglar rápidamente el asunto: todo se reducía a decirse dos palabritas en sitio retirado. Y como hombre generoso, incapaz de ocultar la extensión de la entrevista, preguntó al muchacho:
-¿Portes ferramenta?
¿El herramienta? No era de los
guapos que van a todas horas con la navaja sobre los riñones. Pero tenía arriba un cuchillo que fué de su padre, e iba por él; un momento de espera nada más. Y, abriendo el portal, se lanzó por la angosta escalerilla, llegando en un vuelo a lo más alto.