Y, entre las risotadas de sus compañeros, describía a la pobre muchacha con minuciosidad vergonzosa, como si la hubiera desnudado con la mirada.
El Menut no levantaba la cabeza, absorto
en su trabajo; pero estaba pálido, como si dentro del estómago se revolviera la merienda, mordiéndole. No era el de todas las noches; también él olía a chufas, y varias veces sus ojos, apartándose de la masa, se encontraron con la mirada bizca y socarrona del tirano. De él podía decir cuanto quisiera, estaba acostumbrado; pero ¿hablar de su novia?... ¡Cristo!...
El trabajo resultaba aquella noche más lento y fatigoso. Pasaban las horas sin que adelantasen gran cosa los brazos torpes y cansados por la fiesta, a los que la masa parecía resistirse.
Aumentaba el calor; un ambiente de
irritación se esparcía en torno de los panaderos, y Tono, que era el más furioso, se desahogaba con maldiciones. Así se volviera veneno todo el pan de aquella noche. Rabiar como perros a la hora que todo el mundo duerme para poder comer al día siguiente unos cuantos pedazos de aquella masa indecente. ¡Vaya un oficio!
Y, enardecido por la constancia con que trabajaba el Menut, la emprendió con él, volviendo a sacar a ruedo la belleza de su novia.
Debía casarse pronto. Les
convenía a los amigos. Como él era un bendito, un cualquier cosa, sin pelo de hombre siquiera... Los compañeros, ¿eh?... Los buenos mozos como él harían el favor...
Y antes de terminar la frase
guiñaba expresivamente sus ojos bizcos, provocando la carcajada brutal de todos los camaradas. Poco duró la alegría. El joven había lanzado un voto redondo, al mismo tiempo que una cosa enorme y pesada pasó silbando como un proyectil por encima de la mesa, haciendo desaparecer la cabeza de Tono, el cual vaciló y se agarró a los tableros, doblándose sobre una rodilla.