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-Ahora comprendo por qué la veía sola en fiestas y en diversiones, mientras usted se quedaba en el castillo con el general... Pero, ¡perdón, señorita! Estas son cosas de las que no debe ocuparse un pobre diablo como yo. Somos medio salvajes, y no estamos al tanto de las prácticas del gran mundo.

Leona no contestó, y continuó explorando el mar, cuyos matices se iban obscureciendo gradualmente. Juana se cansó pronto de aquel silencio.

-Tío -preguntó, -¿ está usted de servicio esta noche?

-Sí, hija mía habrás de traerme la cena a las nueve, a la cabaña del Diente del Lobo. Ten cuidado, porque la noche será muy sombría y la roca se ha desmoronado por aquel sitio.

-Bien, tío -replicó en tono despreocupado Juana que tenía el paso rápido y seguro como una gacela, -¿pasando usted, por qué no he pasar yo?

La señorita de Sergey hizo un esfuerzo sobre sí misma para intervenir en la conversación.

-Este género de vida me parece muy rudo y muy penoso -dijo al vigilante, distraídamente.

-Al principio, sí; pero la costumbre... El cuerpo se aclimata a la fatiga y a los rigores de las estaciones, y ya no se piensa en ello.

-Debe ser muy aburrido estar solo tantas horas, de día y de noche.

-¡Ah! señorita ¿quién no tiene recuerdos que le acompañan en esos momentos de soledad? No se llega a mis años sin haber visto muchos acontecimientos, sin haber corrido toda suerte de aventuras, sin haber sufrido, sin haber dejado tras de sí personas queridas. Cuando se vaga por entre las peñas, se piensa en el pasado, en las alegrías y en las tristezas de los tiempos juveniles: se cree ver a las personas a quienes se ha amado, se habla con ellas se oye su respuesta... Precisamente, hace un instante, cuando Juana se me presentó súbitamente con ese traje, me pareció ver... ¡Pero era una locura! Maillard volvió la cabeza con azoramiento, y prosiguió, animándose un poco:

 
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