Al llegar a edad conveniente, hizo casar a su hermana con uno de sus camaradas, timonel, como él, a bordo de un barco de guerra y creyó poder pensar, al fin, en sí mismo: pero estaba pronosticado que el pobre Maillard no había de ser feliz Jamás. Amaba desde mucho tiempo antes, a una joven, que le había prometido ser su esposa. Cuando regresó a su pueblo, para reclamar la fe jurada encontró a la infiel casada con otro y madre ya de una caterva de chiquillos. El golpe estuvo a punto de volverle loco; a partir de aquella época nadie podía jactarse de haber visto reír francamente al gran Maillard, y de entonces databa aquella serena melancolía que no le abandonaba nunca. Para colmo de infortunio, no repuesto aún de la terrible sacudida su cuñado, por quien experimentaba vivo afecto, murió a su lado, a consecuencia de un accidente, dejando a su hermana viuda y sin fortuna con una niña de corta edad.
Esta doble catástrofe hastió a Maillard de la marina; por otra parte, la vida activa y turbulenta de a bordo, no había encajado nunca del todo en su naturaleza contemplativa. Terminado el tiempo de su servicio, el buen hombre renunció para siempre a su antigua profesión. Contaba no casarse jamás; quería dedicarse por entero a su hermana y a su sobrina doblemente queridas para él, por la proximidad de su parentesco y por ser la viuda y la hija de su mejor amigo. Se decidió, pues, a ingresar en aduanas, donde su buena conducta y sus intachables antecedentes le hicieron ser admitido sin dificultades, y al poco tiempo alcanzaba la graduación de cabo, de la que no debía pasar, a juzgar por todas las apariencias.
Aquella existencia solitaria al aire libre, se encontraba en armonía con los instintos especiales de Maillard y con el estado de su alma secreta pero profundamente lacerada. En cuanto al enfadoso prejuicio que para el vulgo llevan aparejadas las funciones de aduanero, el antiguo marino no paraba mientes. Le bastaba saber que obedecía a la ley, que ejecutaba la orden de su superior jerárquico, y cumplía sus deberes con una exactitud verdaderamente militar. En suma estos deberes eran bien poco complicados, se limitaban a la vigilancia de una costa cuya sola situación parecía constituir suficiente defensa. Maillard formaba parte de un destacamento de cinco individuos, acantonados en un repliegue del acantilado, a una legua próximamente, de Tréport. Además de la caseta de la aduana existían en aquel sitio cinco o seis chozas aisladas, en una de las cuales habitaban la viuda de Rupert y su hija Juana hermana y sobrina respectivamente, de Maillard. Los ratos que tenía libres, los pasaba el cabo cerca de aquellas dos mujeres, que le colmaban de cuidados y de cariño. El resto del tiempo vivía casi solo, pensando a veces en el pasado, pero sosegadamente, resignado, sin ambicionar nada fuera del rinconcillo de tierra en el que se concentraban sus alegrías y sus modestas esperanzas.
Tal era el observador que permanecía como en contemplación en lo alto de las rocas, desde las que se dominaba un panorama realmente digno de atención.