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Declinaba una tarde de agosto, cálida y nubosa. Por la parte de tierra se extendía una planicie, en suave pendiente, salpicada de hierbas, de árboles verdegueantes, de fértiles campos. La recolección estaba un poco retrasada en las inmediaciones del mar, y los trigos, ya sazonados, se mantenían enhiestos, formando sábanas doradas, que ondulaban a cada ráfaga de viento. Las granadas espigas, que prometían al cultivador una amplia recompensa Por sus trabajos del año, llegaban hasta el sendero de la aduana y una estrecha banda de verdura las separaba del abismo, en cuyo fondo bramaba el Océano. En lontananza se divisaba la iglesia de Tréport con su elevada torre, edificada sobre la cima de las rocas. El pueblo quedaba oculto tras un saliente del terreno; sólo se distinguían el extremo de su vetusta escollera y el pequeño faro que marca la entrada del puerto. En dirección opuesta y casi a igual distancia del espectador, una profunda cortadura de la costa impedía ver el caserío y la aduana de Plessis, donde habitaba Maillard; pero los albergues humanos se revelaban por ligeros penachos de humo, que ascendía en azules espirales hacia el cielo. Bajo los corpulentos árboles que limitaban el horizonte, se esfumaban varios de esos espléndidos y productivos cortijos de Normandía que traen constantemente ala memoria el fortunatos agrícolas de los antiguos poetas.

Por el lado del mar, el espectáculo era igualmente pintoresco y más majestuoso. El oleaje invadía gradualmente la arenosa playa y la línea de guijarros, que se extienden al pie del acantilado. La brisa marina impregnaba el ambiente de ese aroma salino y puro que refrigera los órganos respiratorios. El sol, próximo a su ocaso, revelaba su presencia a través de las nubes, por líneas de fuego, que coloreaban de una manera fantástica una parte del firmamento. Estas líneas resplandecientes se reflejaban en el mar, cuyos tintes verdosos iban obscureciendo, a medida que se alejaban del poniente, confundiéndose al Norte, con la bruma negruzca del horizonte. Numerosas lanchas pescadoras estaban a la vista. Esparcidas sobre la inmensa superficie líquida unas se perdían entre la niebla lejana mientras otras venían a tender sus redes a unos centenares de pasos de la playa evolucionando caprichosamente a porfía con las gaviotas, que revoloteaban alrededor.

La soberbia escena causaba al cabo de aduaneros una satisfacción profunda aunque muda y mal definida. Se volvía sucesivamente hacia los diferentes puntos del vasto conjunto, como queriendo admirar, uno tras otro, los esplendores de la tierra del mar y del cielo. Sin embargo, la contemplación no parecía haber adormecido por completo sus instintos profesionales; porque la poesía en el sentido más amplio de la palabra es de todas las condiciones, y hay quien siente surgir de su cerebro visiones celestes, teniendo los pies en el fango. Así, Maillard, sin dejar de soñar y de admirar, seguía siendo aduanero, corno lo demostraron bien pronto las circunstancias.

 
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de Elie Berthet

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