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-No se puede afirmar de una manera categórica si vendrá la tempestad, ni de dónde; sin embargo, señorita, no veo ningún indicio que haga temerlo, aunque mañana debemos tener una de las mareas más vivas del año. La noche será lóbrega según creo, pero no hay nada por ahora que anuncie el huracán.

Leona dio las gracias, con un movimiento de cabeza.

-Así -añadió -¿podrán entrar apaciblemente en el puerto todas esas embarcaciones, cuando esté la pleamar? Entre ellas las habrá, indudablemente, que lleguen de países lejanos, y también... de Inglaterra.

-No, señorita; todas pertenecen a Tréport.

-¡Cómo! ¿No se ha presentado a la vista hoy, ningún barco extranjero?

-Si acaso, habrá pasado de largo, sin acercarse a la costa.

Tal afirmación pareció causar una viva contrariedad a Leona quien se puso a examinar sucesivamente las embarcaciones que se divisaban, quizá sin saber con exactitud lo que buscaba.

Maillard prosiguió, después de un momento de silencio:

-¿Es que la señorita espera a algún pasajero de Ultramar?

-¿Yo? No; era curiosidad... simple curiosidad. Siempre complace ver entrar en el puerto un navío que viene de lejos y que ha podido correr peligros.

-Es verdad; y el placer es mayor todavía para los que vuelven, aunque muchas veces, si se ha prolongado su ausencia suelen encontrar a su regreso cambios y cambios crueles.

Maillard suspiró y recayó en una vaga meditación, su pecado habitual; pero no tardó en preguntar tímidamente:

-¿Se serviría la señorita darme noticias del general, su esforzado padre? Le vi salir el otro día del castillo de Plessis, conducido en un sillón por dos criados; iba según creo, a tomar su baño en la playa; me pareció muy agobiado.

-Más bien ha empeorado que mejorado, desde aquel día -contestó Leona con voz ahogada. -Ya no puede salir en carruaje ni en litera... ¡Pobre padre! Debería estar junto a él, pero ha exigido que me diera un paseo por la costa y como, además, esperaba...

La joven calló súbitamente.

-Tiene razón -repuso el aduanero tranquilamente. -El aire libre es necesario a la juventud; es lo que siempre aconsejo a mi querida Juana ¡y mire usted cómo está de fresca y robusta!.. Por otra parte, el general tiene a su lado, además de sus numerosos sirvientes, a esa hermosa dama que da la pauta a todos los bañistas de buen tono... ¿su madre de usted, sin duda?..

-¿Mi madre? -replicó Leona con vehemencia -¡no es mi madre!.. Debe usted referirse a la señora de Grandville que vive con nosotros; es una parienta una amiga. ¡Mi madre murió hace bastante tiempo!

Y sus facciones se alteraron, como si un penoso recuerdo cruzase por su mente.

 
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de Elie Berthet

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