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Su compañera de muy poca más edad, personificaba en sí la hermosura noble y delicada de las ciudades, como la cauchesa personificaba la hermosura vigorosa de los campos. Rubia esbelta de mediana talla sus ojos azules rebosaban dulzura. Largos bucles de cabellos castaños, rozaban sus sonrosadas mejillas. Su tocado, aunque sencillo, no carecía de elegancia; consistía en un vestido de seda y un sombrero de paja de Italia con velo flotante. Sus modales eran distinguidos, pero tímidos; un sentimiento particular parecía dar en aquel momento a su fisonomía una expresión de embarazo y de inquietud. Evidentemente, pertenecía a las clases elevadas de la sociedad. En efecto, era hija única del bizarro general Sergey, que se hizo célebre durante los últimos años del Imperio y durante la Restauración, y que, debilitado por la edad y por los achaques, residía en una preciosa quinta situada en medio de las plantaciones, a muy corta distancia de la costa.

Parecía que el aduanero, ante una persona de tal condición, hubiera debido ocuparse de ella con preferencia a la vivaracha cauchesa; sin embargo, fue su sobrina quien atrajo su atención en' primer término. Al verla aparecer súbitamente entre las doradas espigas, con su típico traje, manifestó viva emoción y no pudo retener una exclamación de sorpresa.

A su vez, la locuela no se reprimió para prorrumpir en una sonora carcajada.

-¡Hola tío! -exclamó, -¿ no me ha conocido usted? Hoy me he puesto, por primera vez, los bonitos atavíos que usted me regaló. Quería sorprenderle y, además, como la bondadosa señorita de Sergey deseaba dar un paseo conmigo por entre las rocas, me ha parecido conveniente arreglarme un poco... Pero ¿por qué me mira usted así?

Las facciones del aduanero se distendieron, y una triste sonrisa vagó por sus labios.

-Es verdad -balbuceó. -¿Dónde tenía yo la cabeza? Al verte con ese ropaje, creí un momento... Sí, ya veo que eres tú, mi querida Juanita.

-¡Claro! ¿quién he de ser? -replicó la joven. Pero, tío, ¿no ha reparado usted en la señorita Leona de Sergey? Tranquilícela usted, se lo ruego, porque hace un instante se asustaba de verse sola conmigo en este paraje desierto.

Hasta entonces, Maillard no se había fijado en la persona que acompañaba a su sobrina. Se llevó la mano a la visera del ros, y dijo a la señorita en tono cariñoso, que podía pasear con Juana por el campo, en la seguridad absoluta de que nadie osaría inferirle la menor ofensa..

La señorita de Sergey aparentaba disputar al viento su gran velo blanco, pero, en realidad, había lanzado al mar una mirada rápida y ansiosa como si fuera otro motivo que el de pasear el que la hubiera conducido a aquel sitio. No obstante, contestó con tina inclinación de cabeza a la cortesía del aduanero.

-Señor Maillard -le dijo -usted debe conocer el tiempo. ¿Cree, usted posible que se desencadene una tormenta esta noche?

Maillard examinó durante largo rato el firmamento, porque siempre es cosa grave, para un marino, pronunciarse en semejante materia y respondió al fin:

 
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de Elie Berthet

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