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Entre las embarcaciones que aguardaban la subida de la marea para entrar en la dársena de Tréport, había una que se aproximó al peñasco en que Maillard estaba en observación. No difería en nada de las restantes barcazas pesqueras, y las grandes letras pintadas en sus velas atestiguaban su matrícula en el vecino puerto. Pero sus maniobras tenían algo de insólito, capaz de infundir sospechas. Pocas horas antes, se había internado en el mar, hasta perderse de vista. De pronto, viró con rapidez, emproando directamente hacia la costa de la que se encontraba tan cerca que podía temerse verla encallar en la arena. En realidad, el peligro no hubiera sido grande porque la marea subía y el cielo, aunque sombrío, no anunciaba tormenta próxima. Pero ¿qué podía hacer aquella embarcación en aquel sitio y a semejante hora? Llevaba las redes tendidas, como si fuera pescando; pero ¿qué había de cobrar allí, donde el agua era tan escasa que se veían los guijarros del fondo? Además, Maillard conocía la embarcación, y tenía sus motivos para observarla con particular interés.

Le hubiera sido fácil descender a la playa y dar el alto a la lancha sospechosa. Pero, bien por la certidumbre de que todo fraude era imposible bien por haber caído de nuevo en sus meditaciones, pareció no pensar más en la misteriosa embarcación, y su mirada erró sobre todos los objetos que le rodeaban, sin fijarse detenidamente en ninguno.

Maillard fue sacado de su cavilación por una voz fresca y argentina que se oyó a su espalda.

-Por aquí, señorita -dijo, con pronunciado acento normando. -Ya sabía yo que acabaríamos por encontrar a mi tío. Aquí está. ¿Supongo que ya no tendrá usted miedo?

En el mismo instante, dos jóvenes, bordeando la linde de un sembrado de trigo, salpicado de amapolas y de margaritas, se acercaron al aduanero.

La que acababa de hablar, apenas contaba diez y siete años. Alta flexible ágil, fuerte y graciosa a la vez, era el tipo perfecto de la bella raza cauchesa cuya vistosa y coquetona indumentaria lucía. Una cofia de muselina encañonada en sus bordes, encuadraba su moreno rostro, de ojos vivos y picarescos y labios carminados y sonrientes. Sus negros cabellos alisados en bandas sobre la frente, se anudaban en voluminoso moño sobre la nuca. Un corpiño de paño, atado por delante, dejaba desnuda una parte de sus brazos, ligeramente tostados, pero de un modelo perfecto. Su falda roja algo corta exponía liberalmente a las miradas dos torneadas pantorrillas cubiertas por medias azules con listas encarnadas, y dos piececillos calzados con finos zapatos. Todo ello formaba un conjunto encantador; y la joven, a pesar de sus ademanes, un poco desenvueltos, tenía un aire de candor, que constituía un atractivo más.

 
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El señor Maillard de Elie Berthet   El señor Maillard
de Elie Berthet

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