La existencia de estos infelices es bien ruda y el vulgo, en su odio hacia todo lo que atañe al fisco, ignora que semejante profesión exige paciencia energía y valor. El aduanero ha de resignarse muchas veces a vivir en un puesto solitario, con tres o cuatro camaradas que comparten sus penosos trabajos. Haga el tiempo que quiera en toda estación, de día como de noche ha de recorrer la parte de ribera confiada a su custodia. Fuera de los peligros con que los contrabandistas le amenazan, está expuesto a mil contingencias, debidas a la intemperie de climas inhospitalarios, a la situación de los lugares que frecuenta a los achaques que acarrea soportar el frío y el calor, la lluvia y el sol, dormir en tierra y al raso. Muchas veces, después de una tempestuosa noche de invierno, un aduanero no se presenta en el puesto a la lista de la mañana; sus compañeros le buscan, y acaban por encontrar su cuerpo destrozado al pie de las rocas.
A esta clase de modestos funcionarios pertenecía un individuo de unos cincuenta años, que con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplaba el mar, desde lo alto de una escarpa situada a una media legua de Tréport. Dicho sujeto, que vestía el uniforme de aduanero, en el que ostentaba los galones de cabo, tenía ese cutis bronceado y curtido, propio de los que se hallan sometidos a diario a la acción de la brisa marina. Varias arrugas surcaban su frente y sus sienes, en las que se destacaban algunos mechones de cabellos grises. Su estatura alcanzaba casi a los seis pies; pero era seco, enjuto, sin que tal delgadez alterara en nada el vigor de su constitución. La dulzura de su fisonomía revelaba rectitud y bondad; era la fuerza ignorándose a sí misma. Sus ojos, de un azul claro, tenían una expresión soñadora y melancólica un destello de inteligencia por decirlo así, que contrastaba con los hábitos, bien poco poéticos, de su profesión.
El cabo Maillard, o más bien el gran Maillard, como se le llamaba fuera del servicio, tenía una historia sencilla y conmovedora. Su padre, pescador bien acomodado, pereció en un naufragio, en las costas de Islandia con la embarcación que contenía todo su haber. Se encontró huérfano a la edad de quince años, y protector único de una hermana menor que él. Maillard, que se preparaba entonces para sufrir los exámenes de capitán de alto bordo, aceptó animosamente la misión de sacrificio que la Providencia parecía imponerle. Abandonó sus estudios, se embarcó en un navío mercante, y con el producto de su trabajo pudo sufragar la modesta pensión de su hermana en su pueblo natal. Más tarde pasó al servicio del Estado, pero sin cesar de dedicar la totalidad de sus ingresos al bienestar de aquella hermana querida. Así, toda su juventud se consumió en las privaciones y en las más rudas fatigas.