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Era un menudo y avispado marino de diez y ocho a veinte años, de rostro franco y alegre y mirada vivaracha y penetrante. Iba en el traje propio de los marineros, y su sombrero, inclinado gallardamente sobre la oreja cubría una espesa cabellera negra y rizosa que caía sobre su cuello desnudo, curtido por el sol. Sus ademanes eran desenvueltos, como su réplica pronta y atrevida. Aquel joven marinero, pescador de Tréport, se llamaba Luis Guignet; pero sus camaradas le habían aplicado el apodo con que se le conocía ya porque había hecho varios viajes a los grandes bancos de Terranova ya porque era el mejor nadador de toda la costa y hubiera podido disputar la palma en el arte a los renombrados perros de la hermosa raza de tal nombre.

El simpático muchacho, al ver a las tres personas reunidas, se detuvo azorado, quedando con un pie en el aire y ahogando bruscamente en su garganta la nota de su cántico. Pero su estupefacción duró poco. En cuanto reconoció a Juana, prorrumpió en una exclamación de júbilo y corrió hacia ella.

-¡Juana -gritó -qué linda estás con ese traje!

Y estrechó la mano del aduanero; luego, volviéndose a Leona que había dejado caer su velo, se descubrió.

-¡La hija del general! -dijo con respeto.

Y lanzó una rápida ojeada al mar, como si la presencia de la señorita de Sergey le recordase que tenía un especial interés en aquel lado.

-¡Bravo, muchacho! -repuso Maillard. -¿Dónde ibas tan contento?

-¿Que dónde iba? No es difícil acertarlo, puesto que me quedo aquí, por haber encontrado lo que buscaba... En serio, señor Maillard; nunca he visto a Juana tan bonita. ¡Rediez! ¡y qué bien la sientan todos esos perifollos!.. Pero, dime, Juanita ¿por qué te has aparejado y empavesado como una fragata en día de fiesta?

-Ten la seguridad de que no ha sido por ti -replicó la gentil cauchesa con cierto retintín impertinente, aunque sin poder ocultar por completo el orgullo y la alegría que la causaba la admiración de Terranova. -Creo que no hay mejor ocasión para lucir mis galas que cuando la señorita de Sergey me otorga el honor de pasear conmigo.

Ya se disponía el joven marino a contestar Jocosamente, cuando Maillard le interrumpió diciendo:

-¡Oye, muchacho! la noche pasada no fuiste a pescar. ¿Es así como piensas economizar dinero para... ir preparando la casa?

-Nadie tiene más prisa que yo en ese asunto, señor Maillard; ¡paciencia! la pelota se va redondeando poco a poco, y mi madre conserva ya en una media vieja buenos escudos, que algún día relucirán al sol... Pero, ¿no es la barca de Cabillot, aquella que se distingue al pie de las rocas?

Y señaló la barca que había llamado poco antes la atención del aduanero.

 
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El señor Maillard de Elie Berthet   El señor Maillard
de Elie Berthet

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