-Así es, señorita; pero ¿qué importa eso? Una buena manta basta para preservar del viento y de la lluvia y queda uno resarcido con creces de los inconvenientes y de los riesgos a que se expone. ¿Hay algo más admirable que una tempestad? Yo las he visto de todos géneros, desde los huracanes de nieve, en las regiones polares, hasta los tifones de las Indias, las temibles marejadas de las Antillas los ciclones del Senegal; y no hay nada capaz, como estas perturbaciones, de recordar el poder de Dios y la debilidad humana. ¿Acaso no está siempre nuestra vida en manos de la Providencia?... Mire usted -agregó, señalando un punto poco distante en la línea del acantilado -allí abajo, practicando una ronda nocturna el año pasado, me sorprendió repentinamente un torbellino espantoso y me sentí arrastrado treinta o cuarenta pasos, sin que mis pies tocasen apenas la tierra. Levantando y cayendo, no estaba seguro de que la tromba no me lanzase hacia el mar; sin embargo, no experimenté pavor en aquel instante de peligro, considerando que nada sucede sin la voluntad del que manda en los vientos y en las olas. Pero reflexionaba en mi interior: «Si yo fuera el monarca más poderoso del mundo, en lugar de un pobre aduanero, ¿hubiera tenido más fuerza para luchar aisladamente contra la tormenta y para resistirla?
-Bien me acuerdo de aquella noche tío -exclamó Juana. -Cuando volvió usted a casa por la mañana llevaba usted la manta hecha jirones y el rostro ensangrentado.
-¡Bah! unos arañazos... Dios sabía que aun podía ser útil a tu madre y a ti, y protegió milagrosamente mi vida en aquel trance.
Juana oprimió entre las suyas la gruesa y callosa mano de su tío.
-Por supuesto, señor Maillard -repuso la señorita de Sergey, con ligereza tal vez afectada ¿supongo que esos en sueños, esas contemplaciones, esas preferencias por las convulsiones de la Naturaleza que le confieso que a mí no me entusiasman, no le distraerán de su misión de impedir el contrabando?
El aduanero no se mostró enojado ni sorprendido, al verse llamado bruscamente a lo prosaico de su posición, y contestó con naturalidad:
-El contrabando es poco activo en estos sitios, señorita; si se hiciera en la comarca no podría efectuarse más que con objetos de pequeño volumen y únicamente en los puertos, donde la vigilancia es más rigurosa que en estos riscos infranqueables. Es cierto que suelen encontrarse a lo largo de la costa senderos como éste -y señaló una especie de escalera practicada en una hendidura de la roca -pero los conocemos, y sería difícil burlarnos. Este que ve usted, al que llamamos la Cuesta Verde ha dado ya bastante quehacer a mis camaradas de puesto y a mí. Se ha pensado varias veces en suprimirle lo cual no costaría gran trabajo, porque bastarían unos cuantos golpes de azada para imposibilitar en absoluto el acceso; pero yo me he opuesto siempre a reclamar la adopción de esta medida. Este camino evita un largo rodeo a las gentes del país, y, además, puede salvar la vida a cualquier imprudente que se deje sorprender por la marea alta.
Leona se inclinó, para ver el sendero de que hablaba Maillard, y retrocedió espantada.
-¿A eso llama usted camino? -preguntó. -¿Hay ser humano que se aventure a subir o bajar por esa escarpadura?