-Maese Pérez está enfermo
-dijo-; la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni Maese Pérez es el primer organista del mundo, ni a su muerte dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente.
El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían a aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban a prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.
-¡Maese Pérez está
aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!
A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cabeza.
Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba, en efecto, en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.
Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante a detenerle en el lecho.
-No -había dicho-; ésta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Nochebuena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos a la iglesia.
Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos a la tribuna y comenzó la Misa.
En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito, y el Evangelio, y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza a elevarla.
Una nube de incienso que se
desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y Maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió, poco a poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.