Haciendo vis-à-vis con el aya
francesa, y medio enterrado entre los almohadones de un rincón, como viajero avezado a las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto y rubio, como casi todos los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y completo que su traje de touriste; nada más curioso que sus mil cachivaches de viaje, todos blancos y relucientes; aquí la manta escocesa, sujeta con sus hebillas de acero; allá el paraguas y el bastón con su funda de vaqueta, terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando volví los ojos para mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre nosotros, y luego que su pupila verde, dilatada y redonda, se hubo empapado bien en los objetos, entornó nuevamente los párpados, de modo que, heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas largas y rubias se me antojaban a veces dos hilos de oro que sujetaban por el cabo una remolacha, pues no a otra cosa podría compararse su nariz.
Formando contraste con este seco y
estirado gentleman, que, una vez entornados los ojos y bien acomodado en su rincón, permanecía inmóvil como una esfinge de granito en el extremo opuesto del coche, y ya poniéndose de pie, ya agachándose para colocar una enorme sombrerera debajo del asiento, o recostándose alternativamente de un lado y de otro como al que aqueja un dolor agudo y de ningún modo se encuentra bien, bullía sin cesar un señor como de cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho, el cual señor, a lo que pude colegir por sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos a Zaragoza, de donde nunca había salido sino a la capital de su provincia, hasta que, con ocasión de ciertos negocios propios del Ayuntamiento de que formaba parte en su país, había estado últimamente en la corte como cosa de un mes.