A esta distancia y en este lugar me parece mentira que existe aún ese mundo que yo conocía, el mundo del Congreso y las redacciones, del casino y de los teatros, del Suizo y de la Fuente Castellana, y que existe tal como yo lo dejé, rabiando y divirtiéndose, hoy en una broma, mañana en un funeral, todos de prisa, todos cosechando esperanzas y decepciones, todos corriendo detrás de una cosa que no alcanzan nunca, hasta que, corriendo, den en uno de esos lazos silenciosos que nos va tendiendo la muerte y desaparezcan como por escotillón con una gacetilla por epitafio.
Cuando me asaltan estas ideas, en vano hago esfuerzos por templarme como ustedes y entrar a compás en la danza. No oigo la música, que os lleva a todos envueltos como en un torbellino, no veo en esa agitación continua, en ese ir y venir, más que lo que ve el que mira un baile desde lejos: una pantomima muda e inexplicable, grotesca unas veces, terrible otras.
Ustedes, sin embargo, quieren que escriba
alguna cosa, que lleve mi parte en la sinfonía general, aun a riesgo de salir desafinando. Sea, y sirva esto de introducción y preludio: quiere decir que si alguno de mis lectores ha sentido otra vez algo de lo que yo siento ahora, mis palabras le llevarán al recuerdo de más tranquilos días, como el perfume de un paraíso distante, y los que no, tendrán en cuenta mi especial posición para tolerar que de cuando en cuando rompa con una nota desacorde la armonía de un periódico político.