Pero esa tromba de pensamientos
tumultuosos, que pasan por mi cabeza como una nube de tronada, se desvanecen
apenas nacidos. Aún no he acabado de leer las primeras columnas del
periódico, cuando el último reflejo del sol, que dobla lentamente la cumbre del Moncayo, desaparece de la más alta de las torres del monasterio, en cuya cruz de metal llamea un momento antes de extinguirse. Las sombras de los montes bajan a la carrera y se extienden por la llanura; la luna comienza a dibujarse en el Oriente como un círculo de cristal que transparenta el cielo, y la alameda se envuelve en la indecisa luz del crepúsculo. Ya es imposible continuar leyendo. Aún se ven por una parte, y entre los huecos de las ramas, chispazos rojizos del sol poniente, y por la otra, una claridad violada y fría. Poco a poco comienzo a percibir otra vez, semejante a una armonía confusa, el ruido de las hojas y el murmullo del agua, fresco, sonoro y continuado, a cuyo compás, vago y suave, vuelven a ordenarse las ideas y se van moviendo con más lentitud en una danza cadenciosa, que languidece al par de la música, hasta que, por último, se aguzan unas tras otras, como esos puntos de luz apenas perceptibles que de pequeños nos entreteníamos en ver morir en las pavesas de un papel quemado. La imaginación entonces, ligera y diáfana, se mece y flota al rumor del agua, que la arrulla como una madre arrulla a un niño. La campana del monasterio, la única que ha quedado colgada en su ruinosa torre bizantina, comienza a tocar la oración, y una cerca, otra lejos, estas con una vibración metálica y aguda, aquellas con un tañido sordo y triste, les responden las otras campanas de los lugares del Somontano. De estos pequeños lugares, unos están en la punta de las rocas, colgados como el nido de un águila, y otros, medio escondidos en las ondulaciones del monte o en lo más profundo de los valles. Parece una armonía que a la vez baja del cielo y sube de la tierra, y se confunde y flota en el espacio, mezclándose al último rumor del día que muere, al primer suspiro de la noche que nace.
Ya todo pasó. Madrid, la
política, las luchas ardientes, las miserias humanas, las pasiones, las contrariedades, los deseos; todo se ha ahogado en aquella música divina. Mi alma está ya tan serena como el agua inmóvil y profunda. La fe en algo más grande, en un destino futuro y desconocido, más allá de esto, la fe de la eternidad, en fin, aspiración absorbente, única e inmensa, mata esa fe al pormenor que pudiéramos llamar personal, la fe en el mañana, especie de aguijón que espolea los espíritus irresolutos y que tanto se necesita para luchar y vivir y alcanzar cualquier cosa en la tierra.
Absorto en estos pensamientos, doblo el
periódico y me dirijo a mi habitación. Cruzo la sombría calle de árboles y llego a la primera cerca del monasterio, cuya dentellada silueta destaca por oscuro sobre el cielo, en un todo semejante a la de un castillo feudal; atravieso el patio de armas, con sus arcos redondos y timbrados, sus bastiones llenos de saeteras y coronados de almenas puntiagudas, de las cuales algunas yacen en el foso, medio ocultas entre los jaramagos y los espinos. Entre dos cubos de muralla, altos, negros e imponentes, se alza la torre que da paso al interior. Una cruz clavada en la punta indica el carácter religioso de aquel edificio, cuyas enormes puertas de hierro y muros fortísimos más parece que deberían guardar soldados que monjes.