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Aquí, por el contrarío, todo parece conspirar a un fin diverso. El periódico llega a los muros de este retiro como uno de esos círculos que se abren en el agua cuando se arroja una piedra, y que poco a poco se van debilitando a medida que se alejan del punto de donde partieron, hasta que vienen a morir en la orilla con un rumor apenas perceptible. El estado de nuestra imaginación, la soledad que nos rodea, hasta los accidentes locales parece que contribuyen a que sus palabras suenen de otro modo en el oído. Juzgad, si no, por lo que a mí me sucede.

Todas las tardes, y cuando el sol comienza a caer, salgo al camino que pasa por delante de las puertas del monasterio para aguardar al conductor de la correspondencia que me trae los periódicos de Madrid. Frente al arco que da entrada al primer recinto de la abadía se extiende una larga alameda de chopos tan altos, que cuando agita sus ramas el viento de la tarde, sus copas se unen y forman una inmensa bóveda de verdura. Por ambos lados del camino, y saltando y cayendo con un murmullo apacible por entre las retorcidas raíces de los árboles, corren dos arroyos de agua cristalina y transparente, fría como la hoja de una espada y delgada como su filo. El terreno sobre el cual flotan las sombras de los chopos, salpicadas a trecho de manchas inquietas y luminosas, se halla salpicado de una hierba alta espesa y finísima, entre la que nacen tantas margaritas blancas, que semejan a primera vista esa lluvia de flores con que alfombran el suelo los árboles frutales en los templados días de abril. En los ribazos y entre los zarzales y los juncos del arroyo crecen las violetas silvestres, que, aunque casi ocultas entre sus rastreras hojas, se anuncian a gran distancia con su intenso perfume; y por último, también cerca del agua, y formando como un segundo término, déjase ver, por entre los huecos que quedan de tronco a tronco, una doble fila de nogales corpulentos con sus copas redondas, compactas y oscuras.

 
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