Como a la mitad de esta alameda deliciosa,
y en un punto en que varios olmos dibujan un círculo pequeño
enlazando entre sí sus espesas ramas, que recuerdan, al tocarse en la
altura, la cúpula de un santuario, sobre una escalinata formada de grandes sillares de granito, por entre cuyas hendiduras nacen y se enroscan los tallos de las flores trepadoras, se levanta gentil, artística y alta, casi como los árboles, una cruz de mármol que, merced a su color, es conocida en estas cercanías por la Cruz negra de Veruela. Nada más hermosamente sombrío que este lugar. Por un extremo del camino limita la vista el monasterio, con sus arcos ojivales, sus torres puntiagudas y sus muros almenados e imponentes; por el otro, las ruinas de una pequeña ermita situada al pie de una eminencia sembrada de tomillos y romeros en flor. Allí, sentado al pie de la cruz, y teniendo en las manos un libro que casi nunca leo, y que muchas veces dejo olvidado en las gradas de piedra, estoy una y dos y a veces hasta cuatro horas aguardando el periódico. De cuando en cuando veo atravesar a lo lejos una de esas figuras aisladas que se colocan en un paisaje para hacer sentir mejor la soledad del sitio. Otras veces, exaltada la imaginación, creo distinguir confusamente, sobre el fondo oscuro del follaje, los monjes blancos que van y vienen silenciosos alrededor de su abadía, o una muchacha de la aldea que pasó por ventura al pie de la cruz con un manojo de flores en el halda, se arrodilló un momento y dejó un lirio azul sobre los peldaños. Luego, un suspiro que se confunde con el rumor de las hojas; después.... ¡qué sé yo!, escenas sueltas de no sé qué historias que yo he oído o que inventaré algún día; personajes fantásticos que, unos tras otros, van pasando ante mi vista, y de los cuales cada uno me dice una palabra o me sugiere una idea; ideas y palabras que más tarde germinarán en mi cerebro y acaso den fruto en el porvenir.
La aproximación del correo viene siempre a interrumpir una de estas maravillosas historias. En el profundo silencio que me rodea, el lejano rumor de los pasos de su caballo, que cada vez se percibe más distinto, lo anuncia a larga distancia; por fin, llega donde estoy, saca el periódico de la bolsa de cuero que trae terciada al hombro, me lo entrega y, después de cambiar algunas palabras o un saludo, desaparece por el extremo opuesto del camino que trajo.