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Desde muy niño concebí, y todavía conservo, una instintiva aversión a los campos santos de las grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una tienda de géneros ultramarinos; aquellas calles de árboles raquíticos, simétricas y enarenadas, como las avenidas de un parque inglés; aquella triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan los nervios. El afán de embellecer grotesca y artificialmente la muerte me trae a la memoria esos niños de los barrios bajos a quienes después de expirar embadurnan la cara con arrebol, y entre el cerco violado de los ojos, la intensa palidez de las sienes y el rabioso carmín de las mejillas, resulta una mueca horrible.

Por el contrario, en más de una aldea he visto un cementerio chico, abandonado, pobre, cubierto de ortigas y cardos silvestres, y me ha causado una impresión siempre melancólica, es verdad, pero mucho más suave, mucho más respetuosa y tierna. En aquellos vastos almacenes de la muerte siempre hay algo de esa repugnante actividad del tráfico. La tierra, constantemente removida, deja ver fosas profundas que parecen aguardar su presa con hambre. Aquí, nichos vacíos a los que no falta más que un letrero: «Esta casa se alquila»; allí, huesos que se retrasan en el pago de su habitación y son arrojados qué sé yo adónde, para dejar lugar a otros, y lápidas con filetes de relumbrones y décimas, y coronas de flores de trapo, y siemprevivas de comerciantes de objetos fúnebres. En estos escondidos rincones, último albergue de los ignorados campesinos, hay una profunda calma. Nadie turba su santo recogimiento, y después de envolverse en su ligera capa de tierra, sin siquiera tener encima el peso de una losa, deben dormir mejor y más sosegados.

Cuando, no sin tener que forcejear antes un poco, logré abrir la carcomida y casi deshecha puerta del pequeño cementerio que por casualidad había encontrado en mi camino, y este se ofreció a mi vista, no pude menos de confirmarme nuevamente en mis ideas. Es imposible ni aun concebir un sitio más agreste, más solitario y más triste, con una agradable tristeza, que aquel. Nada habla allí de la muerte con ese lenguaje enfático y pomposo de los epitafios, nada la recuerda de modo que horrorice con el repugnante espectáculo de sus atavíos y despojos. Cuatro lienzos de tapia humilde y compuestos de arena amasada con piedrecillas de colores, ladrillos rojos y algunos sillares cubiertos de musgo en los ángulos, cercan un pedazo de tierra, en el cual la poderosa vegetación de este país, abandonada a sí misma, despliega sus silvestres galas con un lujo y una hermosura imponderables. Al pie de las tapias, y por entre sus rendijas, crecen la hiedra y esas campanillas color de rosa pálido que suben sosteniéndose en las asperezas del muro hasta trepar a los bardales de heno, por donde se cruzan y se mecen como una flotante guirnalda de verdura. La espesa y fina hierba que cubre el terreno y marca con suave claroscuro todas sus ondulaciones hace el efecto de un tapiz bordado de esas mil florecillas cuyos poéticos nombres ignora la ciencia, y solo podrían decirlo las muchachas del lugar que en las tardes de mayo las cogen en el halda para engalanar el retablo de la Virgen.

 
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